domingo, 19 de marzo de 2017

Las granadas del porvenir



Rosa Chacel no dice las cosas, las recorre por dentro. Las palabras le salen de la pluma despedidas en un cauce esmerado prodigioso. Chacel es inteligencia, vanguardia y emoción. La narración de corte tradicional realista que imperaba en la literatura española se ve de su mano renovada, conmovida, trasladada con empeño al caño de la sangre. Canta Rosa en Barrio de Maravillas al espíritu desnudo de una generación de la luz, la de Isabel y Elena –hijas del siglo–, anterior a la guerra, siempre desde el cobijo y la lupa de la intuición secreta, la voluntad con valor que templa la página, el ánimo que alumbra los espacios y las palabras de sus personajes. Literatura de emociones, de color vivo, de logro y detalle, introspección. Literatura que se oye y se ve.

Pudiera haber sido Chacel una buena amiga de Virginia Stephen Woolf en la busca del cristal propio, del cristal nuevo, un pedazo de vidrio con sabor a mar, capaz de colmar una escritura poderosa, audaz, extraordinariamente sensible en la minuciosidad, esmeradamente constructiva en su valor humano. Retrato leal de sensaciones infinitas. Mosaico y cincel. Temperatura y corazón de ballena, un enigma que se conmueve, transforma la página a cada alborada y encuentra en la polifonía y el eco morada y voz segura. 

Rosa Chacel recrea el meandro de la conciencia, el triunfo y el eclipse de cada alegría, cada trama de un tapiz de la primera memoria que es testimonio y retrato de una vida, porque, como ella misma aseguraba, la suya era una literatura amasada en la vida. Una novela que no expone la trama en una continuación transparente, sino que la disloca, la vuelve sinuosa, y que alterna escenarios y personajes a placer. Su estructura interna es más como un collar de piedras, eslabones que se suceden y se enriquecen. Queda la vivencia como tambor a la inspiración, matriz de estilo, la juventud que se recuerda. Invitemos a la amistad espontánea entre Rosa y Virginia a un más que cómplice Marcel Proust. La precisión y el tempo de Chacel se hermanan sorprendidos a los del autor francés. 

Prosa castellana inmune a lo acostumbrado, con sabor a café molido, fondant blanco y cáscara de chocolate, color de flores secas. Rosa esculpe la página –no olvidemos que su vocación primera fue la de moldear arcilla húmeda en los sótanos de la Academia de San Fernando–, esculpe y deja en un primer relieve encendido la imagen, cada escena, como si hubieran quedado así intactas, como una larva, como si a su autor le hubiera sorprendido la muerte. Hace con la palabra como Miguel Ángel con las figuras aún en la piedra, inacabadas, o quizá culminados ya trabajo y asombro, consciente de que es dejando así cada vuelo de la memoria, cada cadena de pensamientos, como goza el texto de la capacidad de hacer despertar en su lector una sinfonía viva, siempre cambiante. La página, de este modo, no se agota. 

Imaginemos que a lo lejos se levanta un incendio. La gente se agolpa y lo divisa. Si Chacel contara esto, entonces lo narraría desde las perspectiva del fuego. Sus palabras son una invitación a extasiar la conciencia, a recuperarla inexplorada en un contacto profundo, en un juego. Su estilo es tormenta, se llena de tormenta. Todo menos olvidar el matiz, la sombra pequeña, las intimidades más verdaderas, el latido del pecho. Una fiesta visual. La pasión de las ideas.
La escritura es taller y hogar, y no es menos cierto que todo árbol debe juzgarse por sus frutos. Barrio de Maravillas es uno de los que ya tardíos, con una forma sanísima, la rojez de las mejillas de un joven de veinte años, se sumaron al bodegón de una obra en la que se evidencian los rasgos de una intelectualidad española que engendraba la palabra limpia, el conocimiento profundo que inundaba la imaginación. Son quizá de la misma familia la reflexión en Chacel, la razón de su filosofía, y aquella otra de María Zambrano, que aseguraba que el claro del bosque era el lugar donde la imagen es real y el pensamiento y el sentir se identifican, y añadía: «ligeramente se curva la luz arrastrando consigo el tiempo».
La poetisa Clara Janés escribía allá en 1977 sobre la novela y su feliz autora exiliada: «Rosa Chacel nos lo hace ver todo, absolutamente todo por fuera y por dentro, de día y de noche, a tamaño natural primero, al microscopio luego, dándonos una obra redonda en cuanto a plena, perfecta. La obra de un artista tan seguro de sí como rebelde, un artista que no se atiene a ninguna convención, que no se arredra ante nada, que por su absoluta libertad nos recuerda al nouveau roman. Por ello Rosa Chacel, con Barrio de Maravillas da una buena lección, no sólo de técnica sino de firmeza, a muchos jóvenes escritores».

El Madrid de principios de siglo es en Barrio de Maravillas un mundo que se transforma brotando entre palabras: los tranvías cansados, el Casón del Buen Retiro, los cuadros del museo del Prado, la Ariadna dormida, el diálogo de escalera –como filtrado por un gramófono–, la voz de Caruso, el asesinato de Don José Canalejas, el Carnaval por Recoletos, luego la vuelta a casa, Fuencarral arriba, tantas veces transitado, lo que la gente calla, la decisión por el oficio sincero, el amor de Luis que despacha en la farmacia, el bohemio, Piedita, Felisa, Doña Laura, las granadas del porvenir, y acaso la guerra del 14, que clausura un tiempo, el de la historia de Europa y el de la primera juventud de Elena e Isabel, y el lector en el laberinto, en cada tapia de hiedra colgado un espejuelo, el lector tirando del hilo que en Barrio de Maravillas es la luz. 

lunes, 18 de julio de 2016


Orquídeas blancas para un muchacho moreno

Cuando el crítico de arte René Ricard reseñó la exposición que Patti Smith y Robert Mapplethorpe hicieron en los setenta con la inspirada reunión de su obra en la galería de arte de Robert Miller, ubicada en la esquina de la calle 57 y la Quinta Avenida, tituló su artículo «Diario de una amistad». La cuidada edición de Lumen de las memorias de Smith, Éramos unos niños, carta de amor a los jóvenes que se supieron artistas, al Nueva York desaparecido de la Factoría Warhol y tributo y oda a un hombre, Robert –con quien compartió importantes épocas, un hermano–, se desvela como un libro emocionante, de prosa ágil e incisiva, honesta, en que se vierte el carácter vitalista y transgresor de la gran cantautora americana, indispensable, dueña y señora de un credo tan poderoso como el de pocos, una apología de la rebeldía en la más leal tradición de Arthur Rimbaud, de la que el mundo moderno debiera beber a placer y capricho, en beneficio propio. Éramos unos niños es una carta de amor, un diario de amistad, y como lectores quedamos prendados del fuerte, insaciable anhelo de libertad de dos extraños albatros que, encarando la América sureña más descastada, quebrantada en su ceguera pertinaz, encumbraron las corrientes del arte de la segunda mitad del siglo XX, de la palabra al collage, de la fotografía al dibujo, de la moda a la música. Hay quien busca el talento, y luego quienes nacen de un ancho barril de ingenio provistos y dinamitan los prejuicios y las tradiciones, óxido ignorante, enjambre violento y descontrolado que sigue marcando al mundo


Patti Smith nos devuelve la idea fértil de la cultura como campo de disidencia, de experimentación. En torno al sentido retrato que hace de Robert Mapplethorpe, el muchacho que amaba a Miguel Ángel, se levantan, como en un móvil alucinado, las transformaciones del dolor ante el milagro de la muerte, la canción de una juventud, las exploraciones del límite de la obra de arte, la fuerza moral que reportan los años, el poder electrizante del rock and roll, el espejo de las sexualidades con sed de merecida realidad y el homenaje póstumo a todas aquellas estrellas que jamás alcanzaron la gloria, pues, ley cruel, no todos los talentos son reconocidos. 

Las canciones de Smith y las fotografías de Mapplethorpe –hay pocos fotógrafos que puedan igualarle en fuerza, belleza y sentimiento en la historia desafortunada del pasado siglo, en poesía y agallas, desde sus retratos y trabajos de flores a sus desnudos; en Mapplethorpe la obscenidad, parafraseando a Cocteau, nunca fue obscena– comparten muchos rasgos, muchas afinidades, pero una de ellas es capital: la declaración existencial de comprometerse con los actos propios, el premio de la libertad llevada al escenario de la vida y puesta en juego, seducida, enroscada al alma, ceñida sin miedo y, por último, una clara llamada a la rebelión –en Gloria, dice Santa Smith: Jesus died for somebody's sins but not mine/ Jesús murió por los pecados de alguien pero no por los míos.–. Era el espíritu de Hendrix, que había germinado. Hendrix, ese héroe que en «Hey Joe» encarnaba a un fugitivo que decía: «me siento libre». Smith, Mapplethorpe, Janis Joplin, no fueron sino sus herederos. 


Tiempo antes de Éramos unos niños publicó Smith un librito para minorías, El mar de coral, por su fuerte abstracción, una enfebrecida suite de recuerdos, todos cegados por la luz cambiante y modificadora de los sueños, en que narra el paso indemne de la belleza a la muerte, la transición del alma de su amigo desde el mar de coral a ser vapor, niebla. Prosas poéticas que siguen la escuela de Baudelaire para adentrarse en el éxtasis del dolor, del recuerdo doloroso. 

La búsqueda de un espacio de expansión para el talento y el espíritu, la búsqueda de su ritmo personal, las raíces de la voz, esa fue la determinación que les llevó a despedirse de los confines del mundo y probar suerte en Nueva York. ¡Nuevas generaciones! ¡Levantaos! ¡El mundo es vuestro! –que dirá Smith años más tarde en sus conciertos, por todo el mundo.

Robert. Patti. La fraternidad de la bohème. Nada más les es necesario. Rechazan a buena fe los sentimientos de comunidad, tan dañinos. Solos se bastan. Su vida, una lección interminable. 
Poetisa, gran talento, Smith destaca por su ironía, por la elegancia de su estilo, su inteligencia en la percepción, su vitalidad arrolladora, su valor: la cara de la negación, la bendigo –dice uno de sus poemas.

Todos tenemos una voz, y la responsabilidad de ejercitarla, de usarla –añade en el fantástico documental Patti Smith, dream of life, un trabajo filmado durante 12 años en la vida del icono del rock y el feminismo. Es en este documental de Steven Sebring donde la poetisa muestra a cámara parte de los restos que conserva de Robert, guardados en una pequeña urna antigua. Cobra un sentido mayor su pensamiento: La vida es una aventura que nosotros creamos, interceptada por el destino, y por una serie de accidentes afortunados y desafortunados.

Solo de nosotros depende nuestro legado.

Sus padres espirituales, Sylvia Plath y William Blake, Walt Whitman, Genet, Bob Dylan. Su talento, proyectado a infinito. 

Robert. Patti. Una devoción a dos. 

Su obras. Lección de tanto. El sagrado misterio de lo que es ser artista, descubrirse pensando cómo hacer algo de valor, regañarse por la inactividad y la falta de disciplina, el empeño en evitar ceñirse a las normas sociales, el retrato de los autores marginales, su esfuerzo. 


domingo, 17 de julio de 2016


De cómo permanecer en el misterio.

Un cuadro. Un enigma. Inagotable. Una máquina llamada a encender la imaginación eternamente. El Bosco. 
El bosco, el jardín de los sueños es el documental dirigido por José Luis Lopez-Linares en colaboración con el Museo del Prado, la historia de un tríptico acompañada de las reflexiones de intelectuales como Nélida Piñón, Salman Rushdie, Albert Boadella, Miquel Barceló, Ludovico Einaudi o Silvia Pérez Cruz. La pluralidad de significaciones no ensombrece una primera lección que percibimos de la obra: no confíes en la apariencia de las cosas, ve más allá. El artista chino Cai Guo Quiang la describe como «una obra en la que el espacio surge desde el interior del tiempo. Por eso El Jardín representa la historia de la humanidad». ¿Es la tabla dedicada al infierno una parodia del mismo, con ese autorretrato del pintor en el hombre–árbol y la partitura sobre las nalgas de uno de los personajes plagada de intervalos de música prohibidos? Y en el centro, la delicia, un universo de sueño y placer en que la gente come frutos rojos; la libertad sexual. Aún no se hacen maldades. 
Brillante y arriesgado el recorrido por el detalle del lienzo al son de «Gods and Monsters», de Lana del Rey, así como las correlaciones de las imágenes de los desnudos del cuadro y los movimientos de liberación en los setenta. Pintura y fotografía. Varios siglos. Y de pronto, nace un diálogo. 

De nuevo, un enigma. Un imposible. Nélida Piñón lo dice bien: para explicar esto, este tríptico, tenemos que inventar palabras. 





lunes, 13 de junio de 2016


BUENAS NOCHES, PRÍNCIPE


Tomaz Pandur era un genio, un creador radical, que como Visconti, creía salvarse por medio de la belleza. Vivió una guerra civil, la guerra de los Balcanes, y sabía que el amor era un teatro lleno. De todos los países de Europa, escogió dos, el natal, Eslovenia, y España, para desarrollar su caudal de talento, infinito. Gracias a él, el teatro español ha logrado alcanzar múltiples cimas, como solo consiguen hacer los revolucionarios, aquellos que entienden el arte como una caída perpetua, el valor de esos grandes momentos de belleza y dolor, efímeros, que solo la escena puede regalar. Amo el teatro gracias a Pandur y a su montaje de Medea, donde un centauro recorría la arena y entonces las palabras, en su recuerdo luminoso, subían por las columnas del romano hasta alcanzar el cielo de verano. Si el altar es ese sitio en que nos arrodillamos, entonces su altar, nuestro altar, es el escenario. Las imágenes prodigiosas que gestó siguen, como en un cauce poderoso, permeando los corazones y la memoria. Instante, detente, eres tan bello. Su homenaje de hoy, en el María Guerrero, dos meses después de su muerte, tan temprana, no ha sido sino una muestra del mucho amor que despertó. Cuando la más rabiosa actualidad nos quiebra en su crónica de ignorancia y atropello, desigualdad, homofobia e injusticia, el teatro  recupera entonces su razón de ser: una ceremonia profana que acerca al hombre a su  verdad íntima, que lo educa, que lo reconcilia consigo mismo, que lo purga del horror. Porque alcanzan la libertad, como la vida, quienes la conquistan cada día. Hasta siempre, Tomaz. 

FUASTO
INFIERNO

LA CAÍDA DE LOS DIOSES
BARROCO

HAMLET
MEDEA

lunes, 6 de junio de 2016


REINA JUANA 

La reina Juana de Castilla, mal llamada loca, habiendo padecido el abuso por parte de su padre Fernando el Católico y su marido, Felipe de Habsburgo, dos perros enfurecidos sedientos de poder y de gloria, aparece en escena en el cuerpo, el rostro y la voz de doña Concha Velasco como un fantasma al que solo pueden calmar ya la lluvia y la música: la lluvia que empapa los rostros blancos inocentes, de una prudencia feliz, la música como bálsamo de todas las desgracias. 
Porque es nefasto que los reinos no puedan gobernarse con amor, y esto pocas veces se hace. ¿Sería un dislate rogarles a nuestros políticos, oportunistas a placer, mastines de raza, que contemplasen entre sus programas de desgobierno el trabajar con amor? Qué lastima que no tengamos un Trudeau como bien tiene Canadá, porque al menos así, con alguien de su temple, de su probada palabra, podríamos replegar lo ordinario, los reductos en cristal puro de esa España que tan poco gustaba a Gloria Fuertes, la de toma el dinero y corre, la del maniqueísmo de cajón, la que ora y embiste. Pero volvamos a Juana.
El monólogo, como en un pozo de luz oscura, va llamando a escena a los personajes de una vida; goza de un gran arranque en el buceo psicológico y gasta luego ciertas desigualdades, mantenidas en los pasajes de naturaleza más narrativa, más didáctica. Por lo demás, extraordinario trabajo de luces sobre las maderas oscuras, añosas, cuerpo de esa torre interior que todos llevamos como un secreto, camarín de angustias, dolor y sueños viejos.

El esfuerzo interpretativo supone una cumbre en la carrera de la popularísima actriz, que, fuertemente comprometida, luce la voz altiva de quien sabe llevar un espectáculo sobre las espaldas, la herencia entera de una carrera de gran cómica, salpicada de sacrificio, talento, ganas y riesgo. Juana de Castilla, que no Juana la loca, alentada por tantas actrices, se hace carne y gesto, camino pues de una memoria justa, porque la verdad no está en la foto oficial de la historia, sino en sus espacios de sombra, en la profundidad de campo.



jueves, 2 de junio de 2016

AMORES COMO RUINAS


Dos mujeres que se recluían para escribir, para amar, exiliadas de sí, de los compañeros de viaje, irremediablemente perdidos. Dos mujeres con dolor, con fuerza. Emily Dickinson. Teresa de Ávila. Dos mujeres a quienes, como a los personajes de Jheronimus Bosch, un arpa hecha arma de tortura parece tensarles sin remedio el alma, el cuerpo. 

La escena es un limbo. La muerte ha agotado el tiempo, y las dos poetas comparten espacio. Esperan. Aguardan la llegada de un dios que se demora. Y no aparece. Tal vez no exista. Como dice Emily, ¿será dios solo la certeza, la idea en sí, de que los hechos de este mundo no nos son suficientes? La luz es fría. La de Ahumada pregunta cuánto tiempo llevan allí, cuánto tiempo muriendo sin morir. Silencio. Se escucha un aleteo. Es el aleteo de un pájaro. Un gorrión. Quizá dios esté ahí. O en ninguna parte. O en nosotros. O, como se dijera alguna vez, ya haya muerto.
Bien medidas, las transiciones son precisas y con una fuerza alegórica para el recuerdo. Poemas hechos voz. El dispositivo escénico, con dos grandes cómicas –Silvia Abascal e Irene Escolar– y los cuerpos en movimiento de Olga Pericet, Paloma Díaz y Diego Garrido consigue algo extremadamente complicado: mostrarse fiel al peculiar espíritu de las dos poetas al tiempo que conquista un puente entre ambas. 


El punto de carne del flamenco, con el taconeo seco, imprime a la evocación de la poesía en calidad de lectores y oyentes las simetrías y resonancias propias de la modularidad de la mente cuando, en su vertiente más emocional, recibe los dardos a imágenes del poema.

Emily lo dice claro:

No hay potro de tortura que me haga sufrir. 
Mi alma, en libertad.

Ocupan una habitación propia.
Y en ese espacio luminoso, encontrado por la directora, Carlota Ferrer, creemos, como Emily, haber perdido de vista nuestro mundo particular de potros de tortura.


¡Vengo, amore! 


Las normas impuestas, las jaulas que nos crea la sociedad, el miedo, la cárcel del corazón… son algunos de los nudos temáticos de una obra que Tennessee Williams escribió estando locamente enamorado de un italiano, en Barcelona, junto al mar.

T. Williams nos cuenta la historia de una mujer que ha perdido a su marido y decide encerrarse a guardarle luto para siempre. Producto de una educación tradicional está convencida de que eso es lo que hay que hacer. Ella vive según las normas impuestas sin ser consciente de que justamente esa es la causa de su sufrimiento.
Además, Serafina es inmigrante y consigue el respeto de sus vecinos con un comportamiento “intachable”. Pero poco a poco descubre la hipocresía de su vida y, sin proponérselo, afloran sus deseos no reconocidos.
Tiene que elegir entre el sexo y la muerte, entre la vida y el ostracismo. Y elige vivir, no puede dejar pasar su vida como si tuviera otra, porque no la tiene.


Una mujer que entra en barrena por el dolor y la pérdida, que decide abrirse a las señales de la vida. Una obra en que revisar la masculinidad con un personaje hecho del ridículo inocente, la ternura, de las almas bondadosas. Temperamentos a los que la vida se les queda pequeña, como al autor que los concibió. La liberación personal a través del sexo. Un personaje que cree bálsamo para su pena la compañía sola de sus maniquíes desnudos, mudos, porque ha perdido la fe en las gentes, maldicientes e impostoras. Eso es La rosa tatuada, en una gran traducción de Vicente Molina Foix.

En la escena final llueven en el escenario pétalos de rosas, y Aitana, Serafina, baja de escena para recorrer el pasillo central del patio de butacas, corriendo, gritando «¡Vengo, amore! ¡Vengo, amore!, y abandona el teatro. ¿Cuántos personajes han abandonado con toda su voz y su torrente de vida a cuestas, en lo más alto, el espacio del María Guerrero? El de Serafina Delle Rose entra a formar parte del panteón.