viernes, 27 de diciembre de 2013

¡GENTES DE TEATRO!

Este año se han llevado a escena infinidad trabajos. Aquí destacamos los tres que sabemos no serán olvidados. Tres obras que con su magisterio han reafirmado ese bello axioma que dice que todo lo que necesitamos está dentro de nosotros, en lo más hondo. Tres obras que apuestan por la libertad del hombre, y por todo lo que con la palabra se alcanza: un contacto consciente con lo eterno.  Son tres obras encabezadas por actrices, grandes actrices, damas de teatro; entre su escritura median varios siglos, siendo una de ellas clásica y las otras más recientes; pero, a la escena le sienta bien lucir arrugas, y hasta sollozos de niño.


La Chunga no sólo ha sido un homenaje al genio de nuestro premio Nobel, Mario Vargas Llosa, sino uno de los mejores trabajos de Aitana Sánchez Gijón, acompañada de una viva promesa, Irene Escolar, y de otro grande, Asier Etxeandía, totémico. Dirigida por un lúcido Joan Ollé, La Chunga no había aunado antes tanta fantasía y realidad, tanta crudeza. La Chunga nos habló de la vida, de deseo y soledad. Un trabajo soberbio.




Hécuba se estrenó en el Festival de Teatro Clásico de Mérida con una excepcional acogida de público y crítica. Tragedia de la venganza, el personaje de Hécuba es el contrapunto femenino de Hamlet. Magnífico elenco y dirección. Sin palabras.




Con ¡Ay Carmela! vibramos. ¿Quién es más héroe: el que sobrevive y aguanta o el que se enfrenta a pecho descubierto? ¿Paulino o Carmela? Ambos son gigantes. El maravilloso texto de Sanchis Sinisterra, hecho musical, recuperaba las canciones más queridas del imaginario popular y la República. Carmela es compasiva; alza la voz no motivada por un ideario político, sino en defensa de un hombre bueno. Una obra de heridas y recuerdos, que parte de lo peculiar para alcanzar lo universal: el grito de una mujer que, como Hécuba, se levanta ante la injusticia. ¡Ay Carmela! fue la historia de un acto de amor, de un acto de rebeldía. 

¡UN SUCESO!


   Cuánto dolor arrastran los malentendidos; y cuántos crímenes enciende la desesperación. Los personajes de El Malentendido, de Albert Camus, no son sino los hijos de una Europa desolada y lluviosa, alevillas que no se guían por la luz, sino por el evocador rugido del mar; son la viva muestra de aquello en que nos convertimos cuando nos cortan el paso.
       Recuperada tras años de silencio, recordada este otoño en Madrid, en honor a una generación de grandes actores (Fernando Guillén, Gemma Cuervo, María Luisa Ponte, Alicia Hermida…) que arriesgó valiente por estrenarla en plena dictadura, y encabezada por Julieta Serrano, Cayetana Guillén Cuervo, Ernesto Arias, Lara Grube y Juan Reguilón, la obra de Camus ha sido uno de los grandes aciertos escénicos de este año.
         Sus personajes, como las gentes de teatro, juegan con las palabras, conscientes de su efecto; manipulan el silencio y, sorprendidos, se ven cercados por éste, espoleados por su tiranía, bajo su yugo. 
         Un viajero llega a un hotel en decadencia regentado por su madre y su hermana, a las que lleva años sin ver. Su plan es no revelar su identidad y así dejar que le reconozcan. Les lleva la luz del sur, la alegría de los días al amparo del agua y el sol, las mañanas diáfanas. Olvida Jan que no hay que tener miedo a las palabras.
Estas mujeres, que tienen el corazón gastado, llevan años dedicadas a la ardua tarea de asesinar a sus huéspedes. Persiguen su dinero y, con él, escapar a una tierra nueva, alcanzar ese horizonte cargado de promesas que sustentan y enardecen. En esta ocasión llevarán a cabo cuanto procede, y acabarán descubriendo que la víctima compartía con ellas sangre y recuerdos. 
      De un espíritu crítico valiente e incisivo, Camus expone cuestiones de una trascendencia colosal por medio de esta trama ambientada en un hecho real, acaecido en Checoslovaquia, y que el teatro, ese tamiz libertador, define y enriquece todas sus aristas.
Con un montaje bellísimo, austero y quebradizo, ayudado de una gran pantalla con imágenes en blanco y negro, El Malentendido es una obra que apuesta por la rebelión, por la responsabilidad, por el rechazo a la confusión. 
       El existencialismo de Camus no se retroalimenta como hiciera el del Sartre más autocomplaciente y derrotista; el existencialismo de Camus apuesta, en última instancia, por la fuerza vital del hombre.
No hay momento más desgarrador que aquel en que una una hundida Marta (Cayetana Guillén) hace pedazos una flor seca, indicio de lo que con tanto afán deseaba, e irrumpe en sollozos y preguntas, justificaciones y desvaríos que lanza al público como cristales rotos.

 Pues eso, dejemos hablar al silencio.

viernes, 6 de diciembre de 2013

VINDICACIÓN DE UN GIGANTE


Leer a Sándor Márai es un acto de justicia; afán de reconciliación con un siglo en que el corazón de los hombres se creyó cercado por la insania. Sándor nos demuestra que no todos claudicaron, que hubo un grito señero que se afanó por salvar la belleza y compadecer a los náufragos. 
Sándor Márai nos enseña que sobrevivimos al dolor, y que siempre prevalecen las buenas hazañas, esas por las que vale la pena vivir, las del honor y las del amor.
Sándor Márai fue uno de los escritores centroeuropeos más reputados tiempo atrás; su prosa era equiparada a los grandes logros de fabuladores de la talla de Thomas Mann o Stephan Zweig; pero los címbalos del mundo parecieron no serle justos, dándole la espalda. Márai fue considerado “un autor burgués” por el régimen comunista. Su obra fue prohibida y a sus personajes, como a él, los engulló el silencio. Al escritor olvidado, al hereje, al extranjero, se le afrentó; y a su tierra, a su hogar y a toda Europa los alcanzó el fango de las trincheras, la ceniza consecuente a las granadas.
Imaginemos al señor Márai en desbandada, alejándose poco a poco del horror que se cierne sobre Europa, en un pequeño barco que tiene por misión cruzar el Atlántico, y que deja tras de sí una estela de barbas blancas sobre las aguas de las que, rezagado en cubierta, se despide. Acompañado de sus historias, arropado por el calor de sus personajes, que se engarza en torno a su cuerpo como un ropón, el escritor habría de esperar toda la vida a que sus compañeros de ficción y de aliento volvieran a tener voz. Cincuenta años de olvido son larga tortura para el artista que ansía ser leído. Murió desesperado, preso en la cárcel más impía de todas, la de la resignada desesperanza. Por largo tiempo creyó que las huestes, la sangre y la barbarie, que se enseñoreaban del mundo, podrían ser más fuertes que la palabra. Nuestro deber es dar voz ahora a aquellas nobles personas que creó y que habitan sus páginas para, que allá donde se encuentre, en el limbo quizá de los poetas de bronce, nos devuelva una sonrisa satisfecha, un gesto de perdón, de renovada e inquebrantable fe en el hombre y su imaginería. 

lunes, 2 de diciembre de 2013

Los hijos de Kennedy ocupan el Alcázar





      Cinco personajes gestados por los 60 se dan cita en un bar que es vestigio de una América en efervescencia. Sentados en sus sillas negras de ilusiones perdidas, dueños indiscutibles del espacio que los cobija y alimenta, aislados por el curso de la memoria, tienden al público una mano y un trago largo; todo cuanto se necesita para viajar a la era Kennedy, el momento último de los grandes cambios, el vitral de los sueños que se creían grandes, la época de las quimeras con disfraz.
       Maribel Verdú, Emma Suárez, Ariadna Gil, Fernando Cayo y Álex García son los resortes con que el genial José María Pou levanta en escena un tiempo pasado que es, en muchos sentidos, vago eco del nuestro. Una aspirante a actriz que acaba conociendo la sordidez de las calles neoyorquinas, una secretaria de banales y recatados pensamientos, una mujer bohemia y disidente, un soldado de de la Guerra de Vietnam  trastornado y un artista underground que se enfrenta con humor y energía a la crudeza de una década que no fue solo éxtasis y lentejuelas.
      La obra de Rober Patrick es en su principio un espejismo de todo cuanto, en el fondo, los 60 aparentaron ser. Pero bajo este aparente envoltorio de color y brillo se agazapan inquietos los miedos y derrotas de una década y de un país, los personajes de hollín, que no son sino pájaros de alas rotas, que se demolieron durante aquellos años.
     Hablamos del momento álgido de Luther King, del Che Guevara, Neil Armstrong, Marilyn Monroe, Janis Joplin, los Beatles o Bob Dylan; pero también del tiempo de los magnicidios, de la guerra por la guerra, el dolor por el dolor, de los últimos coletazos -no por ello menos violentos-, de la segregación racial, de los misiles nucleares, del maniqueísmo enfebrecido y las conspiraciones.
     Ayudados de una puesta en escena limpia y del detalle, con estallidos de fotogramas sobre los cristales del local, que es mito empolvado, con el recuerdo de los disparos, este montaje de Los Hijos de Kennedy en el Teatro Alcazar/Cofidis hermana sobre las tablas a cinco intérpretes portentosos, que condensan en sus actuaciones la riqueza de matices que brindan la experiencia y el amor a un oficio. Colosal la canción de cumpleaños de la Verdú al Presidente, las risas y gestos de Suárez, o el baile a lo Fred Astaire de Cayo.

        Los hijos de Kennedy es una obra cumbre de la dramaturgia más reciente, y con esta nueva revisión se vuelve más mordaz y divertida, más humana. Sí, Mr. Patrick puede sentirse orgulloso.

sábado, 30 de noviembre de 2013

Creo en Lope de Vega, poeta del cielo y de la tierra...

Lope, como Cervantes, tampoco pone rienda a los deseos. Y digo “pone” porque el Fénix sigue vivo; enlupada su existencia, retenida y alimentada en ese espacio en que el tiempo se aquieta, como las estatuas. Su reino es el de la inventiva, y eso lo hermana a la muerte, con quien pacta. Debido a la privilegiada mecánica de la ficción, el poeta es gigante y, como gigante, no desaparece. 

Gerardo Malla ha puesto en marcha un preciado conjunto de resortes de comunión actoral que nos agitan y emocionan; una obra que encierra no una, muchas vidas; no uno, muchos héroes. El deseo de que estalle en reflejos la memoria: la contradicción, el miedo, la dicha, los celos, la locura, el deseo…, y todo lo que la ahorma; eso es lo que sienten y consiguen los iluminados Gerardo Malla y Santiago Miralles en “Entre Marta y Lope”, último gran triunfo de la escena española.

Recogido el espectador en ese espacio mágico y sencillo que es la sala pequeña del Teatro Español, donde la elegancia de fondo negro retiene el aroma del ancestro, los actores ofician la bella vorágine del sentimiento, una danza que bascula entre lo cómico y lo trágico. 

Colosal, bella y portentosa Montse Díez. Gerardo Malla es, por otra lado, el Fénix, Don Felix L. de Vega y Carpio aguijoneado por la noche inquieta: preguntas, recuerdos y veleidades. Y Magnífico César Diéguez en las caricaturas de Felipe IV y el Conde Duque de Olivares.

De rigurosa y lograda escenografía, la luz del alba que crece aureola al público y a los gigantes de escena.

Gerardo y Montse, Lope y Amarilis, hacen de la palabra un arma sin filo con cuyo efecto resuenan los ecos del amor. La salvación, el conocimiento, la emoción, el éxtasis, el abandono y el poder y todo un mundo se erige durante la hora y media del conjuro sobre escena.


En fin, Lope y su reino. Su mundo lo comprendía todo. Su ingenio: una forma de amor elevado que no requería llama para dar luz, ni entrega alguna que lo alimentara, o cobijo que lo guareciera. Sólo su voz, una voz de monstruo, ya deflagraba. Y en su obra, un infatigable surtidor de vida desenfrenada, somos testigos del huracán que se recuerda: las pasiones encendidas, la venganza descarnada, el dolor abierto del pecho del poeta, la emoción que reverbera, la ceguera del padre, la acritud del ultraje y la intuición del mito; todo cuanto el destino tuvo a bien depararle. Si buscamos el calificativo que merece, entonces nos saldrá sólo uno: humano. Lope, el poeta más humano, el más terrenal, el más carnal; sus textos respiran. Lope era del material del que se yerguen los sauces, ramillajes firmes y arraigados y tupido encanto, mas sensible a las inclemencias de Céfiro.

Ver Entre Marta y Lope es hacer resurgir al poeta de su noche oscura, a sus musas y demonios; al hombre aquel que osó nacer en dos extremos: el de amar y aborrecer; a aquel que, al llenar su arte de vida, envenenó su vida con arte.


domingo, 24 de noviembre de 2013

VVIR ES FÁCIL, CON LOS OJOS CERRADOS




      David Trueba nos regala una vez más un gran ejemplo de buen cine, una prueba luminosa de talento y dedicación, una joya, una declaración de bellas y sencillas intenciones, un lúcido derroche de optimismo y ternura.
       Vivir es fácil con los ojos cerrados (primeras estrofas de Strawberry fields forever) es la historia de tres personajes perdidos, vulnerables y solitarios, que saben se necesitarán durante un tiempo: un profesor de inglés (encarnado por un portentoso Javier Cámara) en busca de John Lennon (que rueda película en Almería), una chica embarazada que escapa del yugo de una residencia opresora y un adolescente que huye del hogar, la tensión, los prejuicios y las bofetadas del Régimen. Los tres emprenderán un viaje improvisado en que se lanzan a la búsqueda del cambio, la primera intuición -no por vaga menos sentida- de libertad.
       Si hubiera justicia en el mundo, esta película recibiría este año algunos pares de cabezones, y es que no solo encontramos virtuosismo en guión, dirección e interpretaciones, sino que sus relecturas se nos antojan inmensas, generosas; y es que ese título critica la pasividad de un país que, al contrario que los personajes del film, cerraba los ojos cansado en resignada cesión. Vivir es fácil con los ojos cerrados, sí, pero merece la pena abrirlos, porque sólo así sabremos que estamos viviendo. 

       Sin pretensiones desmedidas, honesto y auténtico, el último trabajo de David Trueba destila aires machadianos; es un ejercicio de amor agridulce, un canto a la vida y a la humildad, al calor que comparten y que se dispensan tres grandes personajes cuya rebeldía alberga a su heroicidad.


miércoles, 13 de noviembre de 2013

DE ÓXIDO Y HUESO

Un romance à l’Audiard.

La poética del dolor y la pérdida, la delicadeza del sol sobre el rostro pálido de Cotillard -la actriz más completa de nuestro tiempo-, la violencia de la carne enzarzada, la debacle que se intuye en el baile brusco de las orcas, el amor que no osa compasión, sino ayuda; la agudeza del retrato social, del desamparo y de las fracturas del cuerpo y el ánimo; la visceralidad de la pelea, de la lucha por la vida y por la dignidad; el reencuentro del sentido de nuestros actos, la reivindicación de la confianza; la balanza que oscila entre la claudicación o el esfuerzo, y, al fin, el equilibrio.

La cámara de Audiard es un escalpelo implacable, poderoso, que rehusa el sentimentalismo o la vacilación, y que actúa sobre la piel del espectador; las imágenes -que son golpes certeros sobre una capa de hielo que no se sabe si resquebrajará-, lo destrozan y lo inquietan y lo conmueven.

De óxido y hueso es el coletazo violento de la vida y de sus tragedias, de sus triunfos; una proeza.



domingo, 10 de noviembre de 2013

ANATOMÍA DE UNA ESCENA  (“Lo que queda del día”).


      Hay escenas que inundan la retina, y que hostigan con su bullente atractivo al espectador. La historia del cine está llena de ellas, pero hay que permanecer atentos en su busca; son, en el fondo, como pájaros exóticos que escapan a lo desconocido. 
Lo que queda del día (The remains of the day), del británico James Ivory, guarda algunas de especial encanto, que han sentado cátedra, y que son ya preciado goce de la memoria colectiva, piedra engastada.

       Se trata de la que creo que es una de las más bellas escenas de amor callado, reprimido, velado, que se hayan podido ver en pantalla -sin olvidar, claro está, Luces de la ciudad -City Lights- (1931), del gran Charlie Chaplin, en que este se enamora de una chica ciega encarnada por Virginia Cherril.

         Emma Thompson y Anthony Hopkins están sublimes en esos cuatro minutos que condensan tanto. Cuando Hopkins despierta y encuentra a Thompson cambiando las flores, ya marchitas, por otras recién cortadas, cuyo aroma nos llega, y cuando ésta le pregunta qué libro estaba leyendo, y ambos acaban como cercados por la penumbra al fondo, la mano de Thompson intentando liberar el libro de la garra de su lector, y la mirada acuosa de Hopkins, todo lo que dice su gesto… Luego la luz tenue que filtra la cortina como remanso oculto al mundo, el plano ya más cerrado, la fotografía que resalta el brillo y las manos y la expresión de cada personaje…

        Y seguimos preguntándonos el porqué de aquella tortura, de aquel silencio que destruía tantas oportunidades, tantos momentos. ¿Callan acaso para protegerse? Pero, ¿de qué? Todo depende de las palabras, de las que decimos y de las que callamos; todo lo determinan las palabras. Esta escena es un emotivo testimonio de amor velado que nace no con la falta de valentía o coraje, sino con el miedo del sentimiento a mostrarse desnudo, sin el amparo del silencio que lo sangra.

jueves, 7 de noviembre de 2013

UNA LOCURA MARLOWESCA
“CRADLE WILL ROCK”


La más bella declaración de amor al Teatro

“Cradle will rock” es un maravilloso mosaico de las ruinas y grandezas del hombre en tiempos de crisis y rebrotes artísticos. Una película que divierte, cuestiona, emociona... ¡Un 10! Un guión escrito en estado de gracia, una banda sonora que destila vida, un montaje soberbio y una dirección de actores magistral. ¿Por qué cuesta tanto ver películas así últimamente? Un tipo de cine valiente y reivindicativo, de marcado cariz clásico, con una fuerza tan expresiva y formal que hace que saltes de la butaca; porque, si en verdad amas el arte, entenderás que este film, en el fondo, constituye una de las mayores reivindicaciones de la libertad del creador por las que se haya apostado en pantalla.
Nelson Rockefeller convenciendo a Diego Rivera para que le pinte un mural en el vestíbulo del Rockefeller Center bajo la atenta mirada de Frida Kahlo, Orson Welles y John Houseman montando para el incipiente y sin futuro Teatro Federal el primer musical defensor de la lucha sindical, una fascista italiana vendiendo Da Vincis y Modiglianis a importantes magnates... Solo un hombre progresista y con talento como Tim Robbins hubiera podido conjugar todas estas historias en una obra de inimitable calidad.
Y esa apabullante escena final a tres bandas (el entierro del títere, la destrucción del mural de Rivera y la representación de Cradle will Rock) no es más que el grito de furia contra un orden que coqueteaba con el fascismo y que preludía el prólogo demente de lo que más tarde llamaron "la caza de brujas". ¡Bravo! ¡Power must rock!

Brillante también el guiño a la película de Gregory La Cava, Al servicio de las damas, pues Vanessa Redgrave cuenta con un protegido cantante que, como en ese film, se llama Carlo. ¿Soy el único que considera a la Redgrave uno de esos dos o tres monstruos de escena capaz de hacerlo todo? Seguro que no. Es maravillosa, haga lo que haga. El momento en que amenaza a la peluca empolvada del marido con actuar como una gitana es magistral (fantástico detalle de guión el contraponer al establisment norteamericano con ropajes a lo dieciochesco y a los actores, arropados por el público, en procesión al teatro, como si se tratara de los mismos mineros de “Germinal” camino de la fábrica).

Tim Robbins imprime a la película un ritmo ágil y distendido que permite al espectador la vinculación con todos y cada uno de esos personajes tan bien definidos, especialmente aquellos con lo que pudiera resultar más difícil congeniar (Diego Rivera u Orson Welles). Los ensayos de Cradle will rock con Welles son delirantes, precisamente porque Robbins parece entender al genio muy bien, y es que hay mucho de Orson en Tim (cordura, coraje y agallas no le faltan).
El teatro como arma, el teatro como hogar, el teatro como sino, el teatro como religión... La defensa de las tablas en esta película me ha hecho sentir mucho de lo que ya había experimentado con el visionado de otra obra maestra: el cine, como el teatro, es también una suerte de opiáceo que nos permite abandonarnos a una segunda vida, como tan bien reflejara Woody Allen en el conmovedor personaje de Mia Farrow en la maravillosa “La rosa púrpura del Cairo.

Me fascina esa frase de Gide que dice: “esperamos del público la revelación de nuestras obras”; y creo que es esto lo que la película también defiende: la necesidad de un público comprometido, amante de la belleza, que dé sentido a todo el esfuerzo de tramoyistas, actores, productores, directores..., y demás héroes de viejo cuño que, con alegría, sudor y lagrimas levantan el telón y ejecutan la locura marlowesca que condenará a la cuna al balanceo.


“Las grandes obras poseen la fuerza de la trascendencia porque es la naturaleza y no el hombre la que habla desde la pantalla”.
-ANDREW-. 
Arabia, de James Joyce
James Joyce
          Araby, uno de los más grandes relatos que recoge Dublineses, esa obra maestra del irlandés James Joyce, el genio errante, sigue cautivando a las nuevas generaciones; tal vez porque Joyce posee la habilidad de hallar lo universal en lo particular e incluso ordinario, en la sencillez de los días; dicho de otro modo: to turn bread into art (convertir pan en arte).


        La implacable agudeza que despliega en este relato de corto aliento, que es epifanía, genera un bello tropel de ejes temáticos: la vorágine embotada de las calles y los sueños, los senderos espinados de la adolescencia, el primer y frustrado acercamiento a la intrincada naturaleza del amor, la inevitabilidad de los anclajes del tiempo, la ingenuidad, la arrolladora fuerza simbólica de ese bazar que concede título al relato y que enciende los focos de luz sobre el anquilosado escenario de la historia, la afilada ironía con las congregaciones educacionales católicas-irlandesas, los cromatismos -siempre elocuentes- con que se contagia la trama, la ilusiones perdidas.

         Y es que en los Dublineses siempre hay alguien mirando por una ventana que recorta la luz, que es una suerte de ojo de buey, como en un barco, bajo el que se agita furibunda la tempestad.
Muchacha en la ventana, Dalí.





















Araby completo:
http://www.ciudadseva.com/textos/cuentos/ing/joyce/arabia.htm


sábado, 2 de noviembre de 2013

Retrato de Virginia Woolf
Técnica mixta; acuarela y tinta china
Por Manuel R.Avís



        "Cuando yo nací, danzaba una estrella", dice una heroína de Shakespeare. Siempre hay que volver a Shakespeare cuando se habla de inglesas. Si nos paramos a considerar la profundidad brillante de la obra de Mrs. Woolf, su levedad clavada en no sé que cielo abstracto, las pulsaciones gélidas de un estilo que nos hace pensar, alternativamente, en lo que atraviesa y en lo que es atravesado, en la luz y en el cristal, acabamos diciéndonos que esa mujer tan sutilmente singular tal vez naciera en el preciso momento en que una estrella se ponía a pensar".

        -De Marguerite Yourcenar en "Una mujer deslumbrante y tímida"-.



viernes, 1 de noviembre de 2013


                          LA VIDA DE ADÈLE


        Un impecable y evocador retrato de la madurez y los lazos del amor; un honesto trabajo que ahuyenta el artificio -pocas veces se ha filmado algo en nuestro tiempo de un modo tan humano, tan sincero-; vasto tapiz de los desvelos y logros que urden la vida; voluptuosa cargazón de primeros planos -realmente hechizan-; labor bravía; liturgia de la herida; material que respira; tributo a la enseñanza y a la vocación del maestro; desolador reflejo de los giros de la emoción y el sentimiento; fino ensayo de los enigmas del sexo -alta oda a la piel-. 
      
            La vida de Adèle, palma de oro en el pasado Festival de Cannes, consagra a dos actrices en estado de gracia, Léa Seydoux y Adèle Exarchopoulos, inmensas, camaleónicas. Lo que hacen es lo mejor que puede hacer un intérprete: transmitir y hechizar con la verdad, creyéndose y haciéndonos creer esa ficción que ejecutan y que nos define, que es más grande que la vida.

Abdellatif Kechiche flanqueado por las actrices del film tras recibir el palmarés













      GRAVITY
      La fina urdimbre de la vida

     
              
         
       El cine se inventó para esto; para que la imagen conmoviera y desgarrara, para que hipnotizara del modo en que lo hace la historia que oficia Alfonso Cuarón en esta singular obra, ya consagrada. Sí, hay películas que no necesitan del tiempo o las academias, que se consagran en la periferia, y que catan pronto, muy pronto, la recompensa de los trabajos bien hechos, perfectamente orquestados, irrepetibles. Gravity es una de ellas; nos hace renovar la fe por el mejor cine.

        El ojo fílmico de Cuarón es implacable, frenético como un torrente, preciso, erudito, depurado, inconformista. Si hay algo que defina el atractivo de esta película, ese algo es su complejidad: el virtuosismo técnico, la belleza de las imágenes, la reflexión que a ellas subyace, la metáfora, la incansable sensación de movimiento, la incomunicación, el renacer emocional como meta y hazaña. El guión impecable, certero, convierte el alto trabajo interpretativo en un auténtico tour de force. Sandra Bullock nunca ha brillado tanto; en su gesto se siente la desesperación y la angustia, el vacío, la esperanza, la fuerza.
         Pero si hay algo que defina este proyecto es la exaltación de la resistencia, de la superación arrolladora de que puede servirse el ser humano, toda esta idea depurada al límite por medio de una apabullante banda sonora a cargo de Steven Price que nos hace, literalmente, desfallecer.
              Rica en fotogramas de irrefutable lirismo, de profundo significado, poliédricos, la película muestra al personaje como un misterio, arcana criatura: no olvidar a la doctora Ryan Stone suspendida en la nave tras el primer impacto, aislada, la posición fetal como indiscutible y avasallador canto a lo humano; o aquel otro momento en que desesperada prorrumpe en aullidos como animal que es, animal racional claro, mas cuando la pátina de la civilización se desintegra.


          

           No obstante, Gravity es muchas cosas más, y como bien, puntillosa, perfectamente tejida historia de superación, es también un compendio de lecciones, sabios consejos. Magníficas las referencias religiosas -la estampa y la figura-, pues en el vacío contamos con los dioses, que son nuestro producto, y con nosotros mismos. Porque todo existe si lo nombramos. Y lo dice el resorte emocional del film, que es Sandra Bullock: puedo morir calcinada o salvarme pero, de todos modos, lo uno o lo otro serán una experiencia alucinante.
          Solo era posible un tipo de marco, esa inmensidad de vacío, sombra y silencio, ese corazón de las tinieblas en que todo atisbo de vida se muestra sin mácula, idóneo a la reflexión y a la clarividencia, y durante noventa minutos nos creemos engullidos por la inmensidad.
El último trabajo de Cuarón es genuino, trepidante; en definitiva, un clásico moderno. 


     

 Sa bouche est comme un fruit qui saigne 


      Las canciones de Édith Piaf, alto genio de la música francesa y europea del pasado siglo, poseen una naturaleza binaria, a dos caras, como una figura compuesta por el malagueño, aquel del periodo azul abriendo un camino más en la vanguardia, una senda inexplorada en su oficio.

        Están por un lado las melodías y los ritmos, la cadencia y la voz; por el otro, el mensaje. Y ambos planos se conjugan como el agua de dos ríos que confluyen: el de la técnica y el de la pasión. Estas dos perspectivas de la estructura de la canción son universales, omnipresentes, pero en pocos artistas se han mostrado con semejante excelencia. Como Picasso hiciera con su paleta de color, Édith ejecutó sus canciones con garra y rigor, un irrevocable afán de transgresión y, sin duda, con lo que diferencia al artista del afanoso diletante: la honestidad. Pues solo de este modo tiene agallas una mujer como ella, apolítica y pacifista, para acudir a un mitin antifascista en plena ocupación y cantar altiva Mon Légionnaire.

       Cuando cantaba jamás interpretaba; se mostró siempre exenta de velos, lanzó la imagen de su espejo, y de este modo, la imagen misma de su alma tiznada. Solía decir que para ella cantar era una evasión, otro mundo, abandonar la tierra. Los que contaron con el privilegio de escucharla en vida sabían que esto era cierto. Porque solo cuando cantaba sentía el aire en los pulmones, el huracán y la vorágine de esa arrolladora sensación que era la elevación, el cotejo de los visos de inmortalidad.

            De una valentía colosal, con un gran poder de convicción, esta mujer maltratada por la vida, laureada también, amparó con sus canciones a los marginados y humildes, a los poetas y a los que en medio de la pólvora conservaban el valor de soñar, y a todos ellos con su grito los hizo grandes. Al legionario que muere por triste patriotismo, al soldado que no regresa, a la mujer de la sombra, a los ingenuos de amor, a los fugitivos y a los desertores, a los ahogados que hacen ¡plouf!, a los mendigos dispersos sobre el pavimento..., a todos ellos dignificó.

               Conoció en su infancia muchas formas de ceguera, y la vestidura negra que lucía en escena se antojaba un recordatorio de esto. Las manos blancas, como de espectro, recortadas en la tiniebla; su gesto encorvado, contraída en la emoción; los ojos que le imploraban a la vida, su brillo enajenado.

             Marlène Dietrich, Jean Cocteau, Marcel Cerdan, Théo Sarapo, Yves Montand y hasta ahora infinidad de generaciones han caído rendidos a sus pies. ¿Qué tenía Édith? O, más bien, ¿qué no tenía? La Môme no tenía disfraz, no tenía máscara, y así, sin trabas, como una criatura desnuda e indefensa, acorazada en la letanía del alcohol y el bullicio, se mostró. Como le pasara al Albatros del poema de Baudelaire, con Piaf sucedió lo mismo: sus alas de gigante le impedían avanzar.

                La voz de Madame Édith Piaf nace en las ascuas de la miseria y la decepción, el desamparo y la falta de afecto, y por ello es esta una voz primera, única, en la que confluyen las fibras del sentimiento y del delirio. Porque la historia nos demuestra que el artista en su defensa canaliza cuanto de oscuro acampa en su interior, y que solo esto da lugar a la maravilla, sabemos que la Môme Piaf respondió así a los avatares de su vida. No concibió la rendición, el arrepentimiento; su oficio fue su consuelo y su redención. Era como el arco, en que se debe tensar la cuerda en el ritual y escudriño previo al tiro. Su voz fue su venganza, el dardo definitivo a la diana de la injusticia y el olvido. Sus historias, las historias que cantaba y que sigue cantando, son un bálsamo y un disparo, un desgarro y un beso, un bramido, un clamor que enaltece la vida y la hermana a la muerte que, como ella dijo, habría de ser una suerte de comienzo.



Manuel. R. Avís. 

Thérèse D


Thérèse D, o de la ominosa carga de las amarras 

     

     
                        Pocas historias arremeten con tanta fuerza y convicción contra el provincianismo, y el yugo que este impone, como Thérèse Desqueyroux, novela de François Mauriac cuyo personaje ha sido encarnado en la gran pantalla por dos de las actrices francesas que comparten con Thérèse la mirada y el misterio, y que cuentan con la maestría que requiere el sondear las profundidades pantanosas de la mujer que palpita tras el nombre afamado, quizá uno de los personajes menos queridos de la Literatura francesa del XX: Emmanuelle Riva (1962) y Audrey Tautou (2012). Ambas poseen la habilidad de rescatar la alquimia primera de esa mujer que en la grisalla busca el sol, de ese ser impasible y oprimido.

               Última película en la vida del genial Claude Miller, cuyo enfoque es preciso y sosegado: se trata de una adaptación gélida, contenida en todo aspecto formal, pero que funciona de un modo perfecto, como las ruedas de un reloj al que, con paciencia y esmero, se le ha dado cuerda; es esta contención el rasgo principal de Thérèse, del que aquí se contagian los ambientes y los gestos.
                     Nadie dijo que intentar explicar, o por lo menos barruntar, la verdadera naturaleza del comportamiento humano, fuera tarea fácil, y que pudiera enfocarse de un modo objetivo y superficial, a modo de lectura unitaria. Monsieur Miller logra pergeñar un retrato sólido y complejo, levantar ante nuestros ojos el planisferio de la insatisfacción que aqueja a la protagonista, y provocar una bella ilusión, a la que se dedican escasas escenas, pero esenciales, como los diálogos entre Tautou y Weber, en que en una bella barcaza, sacada de fábulas de color enfebrecido, parecen condensarse todas las promesas de un horizonte próximo, muy próximo, punzante y esperanzador. Es este color rojizo de la vela quizá el único descuido cromático de la cinta, pero suficiente para provocar en el espectador esa ilusión que de Thérèse se alimenta, y que nace y oscila como la débil llama de una vela.

                 Thérèse D es la historia de un ser enclaustrado que anhela otra vida, abandonar Ítaca, deseo reprimido casi inconscientemente, y que cuando se adueña de la razón la llevará a intentar asesinar a su marido, con dosis elevadas, gota a gota, como una letanía que recuerda a los címbalos de los muertos. Aún así, ni ella misma conoce el motivo último de sus actos, ni su juicio, pues el crimen lo dicta, de manera irrevocable, un alma enferma que necesita aire puro. “No leáis, que se os va a llenar la cabeza de ideas”, parece gritarle su época, exaltada y furibunda, a Thérèse y a los que como ella comparten su inquietud; muy cuidadas las escenas de infancia entre libros.
                 Thérèse Desqueyroux es Emma Bovary, solo que con más agallas; es ese ser que se pierde a sí mismo en la convención. Y la decisión de proyectar la historia desde un punto de vista lineal, al contrario que la novela, es sin duda uno de los grandes aciertos de Miller, pues, de este modo, el espectador escudriña la naturaleza íntima del personaje desde una óptica límpida, sin mácula, y que repele el prejuicio. Rica en simbolismos, como bien abandera el mejor cine galo: recordar el fuego que arrasa las hectáreas de pinos y que es el mismo que crepita en el corazón de Thérèse, o las falsas escenas que traducen los impulsos oscuros, y que matizan la complejidad ambigua que tanta riqueza concede a la trama.
                   Thérèse D es la historia de una mujer que, acorralada por las leyes tácitas de una sociedad que cloroforma la libertad, intenta destruir sus ideas, sus anhelos, su ilusión y su llama, y que al fin comprende que no es capaz, que debe decidir qué camino tomar: el silencio, o la vida. Si hay una razón que explique la distancia que muchos lectores han establecido con el personaje, es que Madame Desqueyroux no disfraza la duda, vive en ella, en cada estadio de su vida; y es esta una duda despertada por las horas de lectura y por su afán de cultivarse: esclarecedor aquel momento en que, sentada en el coche, observa el paseo del santo en domingo y lanza el dardo: ¿Con quién habláis?

                  La cámara y su movimiento elegante, sinuoso cuando se aproxima a la nuca y regala un bello perfil, contribuye a los momentos de mayor, y mejor lograda, delicadeza técnica. Huelga incidir en la precisión francesa de un reparto impecable, cuyo trabajo se ve enmarcado por una fotografía, música, montaje y sonido de corrección tal que recuerdan a los trabajos de orfebre, cuando el cine estaba lleno de ellos. Claude Miller no es un director, es un artesano, y el último trabajo que nos deja en herencia da buena cuenta de ello.