viernes, 27 de diciembre de 2013

¡GENTES DE TEATRO!

Este año se han llevado a escena infinidad trabajos. Aquí destacamos los tres que sabemos no serán olvidados. Tres obras que con su magisterio han reafirmado ese bello axioma que dice que todo lo que necesitamos está dentro de nosotros, en lo más hondo. Tres obras que apuestan por la libertad del hombre, y por todo lo que con la palabra se alcanza: un contacto consciente con lo eterno.  Son tres obras encabezadas por actrices, grandes actrices, damas de teatro; entre su escritura median varios siglos, siendo una de ellas clásica y las otras más recientes; pero, a la escena le sienta bien lucir arrugas, y hasta sollozos de niño.


La Chunga no sólo ha sido un homenaje al genio de nuestro premio Nobel, Mario Vargas Llosa, sino uno de los mejores trabajos de Aitana Sánchez Gijón, acompañada de una viva promesa, Irene Escolar, y de otro grande, Asier Etxeandía, totémico. Dirigida por un lúcido Joan Ollé, La Chunga no había aunado antes tanta fantasía y realidad, tanta crudeza. La Chunga nos habló de la vida, de deseo y soledad. Un trabajo soberbio.




Hécuba se estrenó en el Festival de Teatro Clásico de Mérida con una excepcional acogida de público y crítica. Tragedia de la venganza, el personaje de Hécuba es el contrapunto femenino de Hamlet. Magnífico elenco y dirección. Sin palabras.




Con ¡Ay Carmela! vibramos. ¿Quién es más héroe: el que sobrevive y aguanta o el que se enfrenta a pecho descubierto? ¿Paulino o Carmela? Ambos son gigantes. El maravilloso texto de Sanchis Sinisterra, hecho musical, recuperaba las canciones más queridas del imaginario popular y la República. Carmela es compasiva; alza la voz no motivada por un ideario político, sino en defensa de un hombre bueno. Una obra de heridas y recuerdos, que parte de lo peculiar para alcanzar lo universal: el grito de una mujer que, como Hécuba, se levanta ante la injusticia. ¡Ay Carmela! fue la historia de un acto de amor, de un acto de rebeldía. 

¡UN SUCESO!


   Cuánto dolor arrastran los malentendidos; y cuántos crímenes enciende la desesperación. Los personajes de El Malentendido, de Albert Camus, no son sino los hijos de una Europa desolada y lluviosa, alevillas que no se guían por la luz, sino por el evocador rugido del mar; son la viva muestra de aquello en que nos convertimos cuando nos cortan el paso.
       Recuperada tras años de silencio, recordada este otoño en Madrid, en honor a una generación de grandes actores (Fernando Guillén, Gemma Cuervo, María Luisa Ponte, Alicia Hermida…) que arriesgó valiente por estrenarla en plena dictadura, y encabezada por Julieta Serrano, Cayetana Guillén Cuervo, Ernesto Arias, Lara Grube y Juan Reguilón, la obra de Camus ha sido uno de los grandes aciertos escénicos de este año.
         Sus personajes, como las gentes de teatro, juegan con las palabras, conscientes de su efecto; manipulan el silencio y, sorprendidos, se ven cercados por éste, espoleados por su tiranía, bajo su yugo. 
         Un viajero llega a un hotel en decadencia regentado por su madre y su hermana, a las que lleva años sin ver. Su plan es no revelar su identidad y así dejar que le reconozcan. Les lleva la luz del sur, la alegría de los días al amparo del agua y el sol, las mañanas diáfanas. Olvida Jan que no hay que tener miedo a las palabras.
Estas mujeres, que tienen el corazón gastado, llevan años dedicadas a la ardua tarea de asesinar a sus huéspedes. Persiguen su dinero y, con él, escapar a una tierra nueva, alcanzar ese horizonte cargado de promesas que sustentan y enardecen. En esta ocasión llevarán a cabo cuanto procede, y acabarán descubriendo que la víctima compartía con ellas sangre y recuerdos. 
      De un espíritu crítico valiente e incisivo, Camus expone cuestiones de una trascendencia colosal por medio de esta trama ambientada en un hecho real, acaecido en Checoslovaquia, y que el teatro, ese tamiz libertador, define y enriquece todas sus aristas.
Con un montaje bellísimo, austero y quebradizo, ayudado de una gran pantalla con imágenes en blanco y negro, El Malentendido es una obra que apuesta por la rebelión, por la responsabilidad, por el rechazo a la confusión. 
       El existencialismo de Camus no se retroalimenta como hiciera el del Sartre más autocomplaciente y derrotista; el existencialismo de Camus apuesta, en última instancia, por la fuerza vital del hombre.
No hay momento más desgarrador que aquel en que una una hundida Marta (Cayetana Guillén) hace pedazos una flor seca, indicio de lo que con tanto afán deseaba, e irrumpe en sollozos y preguntas, justificaciones y desvaríos que lanza al público como cristales rotos.

 Pues eso, dejemos hablar al silencio.

viernes, 6 de diciembre de 2013

VINDICACIÓN DE UN GIGANTE


Leer a Sándor Márai es un acto de justicia; afán de reconciliación con un siglo en que el corazón de los hombres se creyó cercado por la insania. Sándor nos demuestra que no todos claudicaron, que hubo un grito señero que se afanó por salvar la belleza y compadecer a los náufragos. 
Sándor Márai nos enseña que sobrevivimos al dolor, y que siempre prevalecen las buenas hazañas, esas por las que vale la pena vivir, las del honor y las del amor.
Sándor Márai fue uno de los escritores centroeuropeos más reputados tiempo atrás; su prosa era equiparada a los grandes logros de fabuladores de la talla de Thomas Mann o Stephan Zweig; pero los címbalos del mundo parecieron no serle justos, dándole la espalda. Márai fue considerado “un autor burgués” por el régimen comunista. Su obra fue prohibida y a sus personajes, como a él, los engulló el silencio. Al escritor olvidado, al hereje, al extranjero, se le afrentó; y a su tierra, a su hogar y a toda Europa los alcanzó el fango de las trincheras, la ceniza consecuente a las granadas.
Imaginemos al señor Márai en desbandada, alejándose poco a poco del horror que se cierne sobre Europa, en un pequeño barco que tiene por misión cruzar el Atlántico, y que deja tras de sí una estela de barbas blancas sobre las aguas de las que, rezagado en cubierta, se despide. Acompañado de sus historias, arropado por el calor de sus personajes, que se engarza en torno a su cuerpo como un ropón, el escritor habría de esperar toda la vida a que sus compañeros de ficción y de aliento volvieran a tener voz. Cincuenta años de olvido son larga tortura para el artista que ansía ser leído. Murió desesperado, preso en la cárcel más impía de todas, la de la resignada desesperanza. Por largo tiempo creyó que las huestes, la sangre y la barbarie, que se enseñoreaban del mundo, podrían ser más fuertes que la palabra. Nuestro deber es dar voz ahora a aquellas nobles personas que creó y que habitan sus páginas para, que allá donde se encuentre, en el limbo quizá de los poetas de bronce, nos devuelva una sonrisa satisfecha, un gesto de perdón, de renovada e inquebrantable fe en el hombre y su imaginería. 

lunes, 2 de diciembre de 2013

Los hijos de Kennedy ocupan el Alcázar





      Cinco personajes gestados por los 60 se dan cita en un bar que es vestigio de una América en efervescencia. Sentados en sus sillas negras de ilusiones perdidas, dueños indiscutibles del espacio que los cobija y alimenta, aislados por el curso de la memoria, tienden al público una mano y un trago largo; todo cuanto se necesita para viajar a la era Kennedy, el momento último de los grandes cambios, el vitral de los sueños que se creían grandes, la época de las quimeras con disfraz.
       Maribel Verdú, Emma Suárez, Ariadna Gil, Fernando Cayo y Álex García son los resortes con que el genial José María Pou levanta en escena un tiempo pasado que es, en muchos sentidos, vago eco del nuestro. Una aspirante a actriz que acaba conociendo la sordidez de las calles neoyorquinas, una secretaria de banales y recatados pensamientos, una mujer bohemia y disidente, un soldado de de la Guerra de Vietnam  trastornado y un artista underground que se enfrenta con humor y energía a la crudeza de una década que no fue solo éxtasis y lentejuelas.
      La obra de Rober Patrick es en su principio un espejismo de todo cuanto, en el fondo, los 60 aparentaron ser. Pero bajo este aparente envoltorio de color y brillo se agazapan inquietos los miedos y derrotas de una década y de un país, los personajes de hollín, que no son sino pájaros de alas rotas, que se demolieron durante aquellos años.
     Hablamos del momento álgido de Luther King, del Che Guevara, Neil Armstrong, Marilyn Monroe, Janis Joplin, los Beatles o Bob Dylan; pero también del tiempo de los magnicidios, de la guerra por la guerra, el dolor por el dolor, de los últimos coletazos -no por ello menos violentos-, de la segregación racial, de los misiles nucleares, del maniqueísmo enfebrecido y las conspiraciones.
     Ayudados de una puesta en escena limpia y del detalle, con estallidos de fotogramas sobre los cristales del local, que es mito empolvado, con el recuerdo de los disparos, este montaje de Los Hijos de Kennedy en el Teatro Alcazar/Cofidis hermana sobre las tablas a cinco intérpretes portentosos, que condensan en sus actuaciones la riqueza de matices que brindan la experiencia y el amor a un oficio. Colosal la canción de cumpleaños de la Verdú al Presidente, las risas y gestos de Suárez, o el baile a lo Fred Astaire de Cayo.

        Los hijos de Kennedy es una obra cumbre de la dramaturgia más reciente, y con esta nueva revisión se vuelve más mordaz y divertida, más humana. Sí, Mr. Patrick puede sentirse orgulloso.