domingo, 27 de abril de 2014


Hiroshima mon amour, dirigida por el recientemente fallecido Alain Resnais, con guión de la propia Duras y bellísimos primeros planos de Emmanuelle Riva, laureada hace escaso un año por Amor,  no es sino una de las mejores radiografías del poso de un recuerdo: el del amante alemán, el de las bombas impías, el de la juventud.
Es la película de la memoria y de su descorazonadora impermanencia al reparar en que no se recuerdan ni siquiera las manos del compañero, ni su gesto torvo y acezante a la espera de cada encuentro, ni los surcos fugaces de su piel; y es ya la historia pasada una fría pantalla de proyecciones que repite dubitativa el discurso de cuanto acaeció, una pantalla cegada por la luz, una nebulosa de imágenes que se desgajan, como parecen hacerlo los frutos que pinta Abraham van Beyeren.
Es la película del viaje, del ostracismo y de la dicha primera que decantan las historias imposibles; de la locura como hija legítima de la inteligencia, del dolor del silencio.
Los ojos verdes de Riva rasgados por la luz, junto a los del gato que la acompaña en el sótano de la disidencia, en Nevers..., la silueta del amante tras sus pasos, la carrera de la muchacha en la bici. La muchacha al encuentro. La carrera por el placer, entre los olmos. La carrera en derredor del Loira, por la vida.


lunes, 14 de abril de 2014


       MARGUERITE DURAS; DISIDENTE, ARROBADA,                                                           INAGOTABLE.

Marguerite Duras quedó atrapada en las avenidas bordeadas de tamarindos del Saigón de su juventud; quedó atrapada en ese espacio del origen de la belleza y la delicia. A ese lugar remoto vuelven el rostro ella y el amante. Volverá la mirada allá Madame Duras cuando, mucho después, entregue el ingenio a las garras del alcohol y la muerte, del dolor, del destino errante y el placer.
Las avenidas de tamarindos son para Duras la mecha que prende el discurso de una vida en que priman la disidencia y el arrobo, la valentía, el sabio provecho antes de morir, la emoción de ver.

El silencio cercó a menudo su trayectoria literaria, como ocurrió y ocurre con otros grandes autores. El silencio, el olvido, es la fatal condena que la sociedad, ingenua, miserable, inflige a sus héroes. No hay silencio posible ahora para ella, sino un ancho barril de remembranza.

Castigada por sus decisiones políticas -recordemos que no le fue concedido el Goncourt por Un Dique contra el Pacífico por pertenecer, entre otras cosas, al PC-, por su rol de agitadora cultural, por romper las cadenas, por su transgresión extraordinaria de las normas de vivir y amar; aislada en el Liceo; cegada por las palabras; poco condescendiente con los puristas de la lengua francesa; sabedora del mensaje justo y preciso, de una escritura distraída, que corre, como la gacela, -una escritura que no dice las cosas, sino que las atrapa-, Marguerite Duras forjó su propia historia, supo atrapar en sus libros los sonidos delicados del aire.  
Alain Robbe-Grillet diría en una ocasión que había sabido integrar el silencio en la escritura.

Duras permanece aún en la imagen aquella de El amante y del recuerdo en que, adolescente y distraída, descansa sobre el entarimado del transbordador que cruza el Mekong. Son los años veinte. Ella lleva un sombrero de hombre color palo de rosa con cintas negras, y zapatillas de lamé dorado, de baile. Su mirada se cruza entonces con la del amante, acaso un chino. La fotografía absoluta. En ese momento dejaría Duras escapársele un pedazo de alma que boga aún por el Mekong. El amante eclipsaría todo el romance y la aventura que le quedaban, todos los años que aguardaban, las décadas. Convergen, una vez más, ficción y realidad en la cartografía del tiempo. Marguerite dijo: “lo que está en los libros es más verdadero que lo que el autor ha vivido”. Más adelante, en su regreso en barco a Francia, vería  a un hombre saltar por la borda, entregarse al fino cuchillo del agua, y comprendería que había amado al chino.

Hiroshima mon amour, Moderato Cantabile, La vie tranquille, Le ravissement de Lol V. Stein, Le Vice-cónsul, Détruire, dit-elle, India Song, La maladie de la mort, Savannah Bay, La douleur, Les yeux bleus cheveux noirs. L'Amant de la Chine du Nord, La pute de la côte normande…, el universo de Duras es aquel en que el ser siente no poder ser más libre, pleno y decidido. En el ancho río de esa vida marcada por la memoria y el espíritu de transgresión habitan personajes sabios y heterodoxos, que no temen más que a ellos mismos. Los personajes durasianos conocen la batalla dulce y su clara reivindicación de la voluntad personal frente al horror y la inercia; creen, a fin de cuentas, en la reveladora queja de la carne. Su universo íntimo es el de los valientes martirizados por la gran brutalidad del mundo, del sentimiento, enamorados, infatigablemente, de los consuelos que les brindan las horas, “extenuados de deseo”. 

El pasado cuatro de abril se cumplieron cien años de su nacimiento.
Queda la moral de la pasión, del cuerpo, el flujo de la sangre, la escritura al lado de la vida, el deslumbramiento de lo acaecido, el amante y la china del norte, el dique, el esfuerzo por remontar las avenidas, a contracorriente, sin demora, el rostro devastado. 



domingo, 6 de abril de 2014

                   DE FANTASMAS Y SUEÑOS

¡Hasta la vista, amigos!, y no digan adiós -dice una de las tres hermanas-. ¡Hasta la vista, amigos!, y no digan adiós. 
Porque han de vivir, han de sufrir las hermanas, en el poso que han dejado ya los recuerdos. Porque la vida, siendo hermosa, les ha ahogado como la mala hierba. Porque no puede el hombre desligarse de lo evocado. Porque no debemos amarrar lo vivido, pero sí permanecer con cautela, no dejar que el recuerdo, sañudo, palidezca el día.
La humanidad, como las tres hermanas, sueña con una vida verdaderamente dulce, en que se aprecie el regusto de las épicas que ya no son. 

Éramos tres hermanas, magistral versión de José Sanchis Sinisterra de la obra de Chéjov, es la historia de añoranza y vidas deslustradas en torno a tres bellos personajes enfermos de recuerdos. En Chéjov es recurrente que las criaturas de ficción se vean impelidas por un acontecimiento desgraciado que las condena de por vida, quedándose éstas inermes, en resuelta pasividad. El tamiz beckettiano hace de la acción un suave balanceo, un viaje de tres voces engarzadas que basculan entre la comunicación estéril y los momentos de apabullante lucidez.

Las hermanas quieren vivir; desconocen el porqué de su sufrimiento -la realización imposibilitada de los sueños-, mas quieren vivir. Las hermanas, muchachas en la veintena atrapadas en los cuerpos de tres ancianas, recrean durante la función el escenario de una vida gris, como sus cabelleras. Esa grisura, esa tristeza, es fuente de lucidez, de un tierno contento, de un ánimo de sombra y rama seca.

El trabajo de iluminación de Carles Alfaro y Vanessa Actif es de los más sutiles y hermosos logros que se han podido ver en los últimos meses, pues construye el espacio sobre el oscuro tejido del raso y el sueño roto, llenando de vida a los tres fantasmas.
Olga (Julieta Serrano), Masha (Mariana Cordero) e Irina (Mamen García, soberbia Mamen García) se ven insertadas por el ambarino haz del recuerdo en ese espacio acordonado, en ese limbo que es la memoria, donde ya solo les queda la imaginación, y el rastro fugaz de sus actos. Ya se alejan las hermanas, se apenumbra su rostro, sus manos que tocan el piano, su deseo por alcanzar Moscú. ¡Hasta la vista, amigas!, y no digan adiós.



miércoles, 2 de abril de 2014

TEATRO GRANDE CON PERSONAJES MUY PEQUEÑOS


Un único, maltrecho y bondadoso personaje a cuya mirada se muestran los logros del resto, un grupo de secundarios que no son sino el reflejo de la ternura y la codicia, el vacío y la compasión.
El cojo de Inishmaan, de Martin McDonagh, en versión de Gerardo Vera, y en carne y voz de las geniales Terele Pávez -un voraz monstruo de escena-, Marisa Paredes -la frágil elegancia hecha mujer-, e Irene Escolar -la eterna Meche de La Chunga, primera gran promesa del teatro en nuestros días-, pone de manifiesto dos universales del hombre: su infatigable búsqueda de la verdad, tan frágil, tan velada; y su deseo de sobreponerse a la tristeza, a los miserables, e izar las velas, como demuestra Billy -portento de Ferran Vilajosana-, que lucha por sobrevivir.

Se intuye poco alentador el progreso en un país tan poco generoso como el nuestro, tan desleal, en que parece sólo se venera el fútbol, que cuenta con un IVA del 10 por ciento (junto con los toros), frente al 21 del teatro, y en que las leyes que regulan la cultura son vejadas por los partidos que se turnan en el poder, a diferencia de otros lugares más cuerdos, como Francia, en que el valor de la palabra y del teatro poseen la santidad que en nuestra tierra ostentan los hábitos y alzacuellos. Se ha dejado de cuidar la cultura desde la escuela, empobreciendo la educación humanista, y además, la televisión ha olvidado una de sus misiones: la de ofrecer contenidos culturales en lugar de programas de niños guisando y demás imposturas. Pero lo bueno del teatro es que se fortalece ante las injusticias, corajudo, y de ello dan fe los espectadores de este genial montaje de El cojo de Inishmaan.


Corrosiva e irónica, sencilla y profunda, atípica muestra de idealismo y muda desilusión, esta obra a camino entre lo cómico y lo trágico, espejo de la vida, muestra al espectador -en quien cae las piedras que arroja Billy, y los sueños y ruindades de los personajes- ese océano vasto que llevamos dentro, que parece no acaba nunca.

https://www.youtube.com/watch?v=jQo-PrOmRx8