domingo, 29 de junio de 2014

The Immigrant

El sueño de Ellis es un desgarrado y feroz drama de época sobre emigración que pone en primera fila al pelotón de fusilamiento a dos personajes vulnerables, que perseveran con garra por sobrevivir. 
El metraje es como un sueño, como la ilusión quijotesca de un Bergman encendido, de un  Coppola en estado de gracia. Marion Cotillard, en su papel más contenido, en su emoción más rota. Asombrosa. Luego el maestro Phoenix también centellea en uno de esos papeles de hombre a grietas, de antihéroe, con el hollín que le resbala hasta de los párpados.
Una película heroica que rescata ese gran tema del esfuerzo y del dolor, ignorado, vilipendiado, que es la emigración. Una película de lealtad y codicia, sobre la prohibición y el perdón. Un reflejo del Nueva York secreto, que parece inmerso en una botella de coñac, y que encuentra parecidos con los trabajos fotográficos de Brassai en la década de los 30.
“Quiero ser feliz” confiesa Marion, semblante que recuerda a las glorias pasadas del cinematógrafo, de los triunfos del cine mudo, ante una audiencia ebria. El sueño americano que pierde la máscara deviene tortura, quimera, sombra.

Bravo por James Gray, y por oficiar ese final apabullante, esa perdición y ese comienzo a ojos de la actriz gala, como enamorada del viento.


jueves, 26 de junio de 2014

   VOLVERÁ                                                             

La princesa Hélène Elizabeth Louise Amélie Paula Dolores Poniatowska Amor sustituyó hace ya mucho el castillo por la atalaya de papel.
Esta princesa roja, reveladora, imprime a su obra los matices mágicos de la condición de la mujer. Como si escribiera a partir del compromiso con la gente, la rebeldía es algo que admira mucho y en sus prosas y fidedignas ficciones se destila el aura de la fuerza personal, la grandeza de los momentos pequeños, cotidianos, el conocimiento de las razones y propósitos de sus criaturas; en su obra asistimos a la servidumbre al amor, a la sed de mediodía, a la orfandad de la espigas.

En su rostro ufano, de mirada limpia y felicidad resuelta, se desdibujan y perfilan los violentos senderos del humor ante la vida, de la lástima frente al horror ajeno, la barbarie del hombre, la redención y las intuiciones sabias. Los cabellos blancos le sirven de corona, las manos y su danza de misterio. 
Poniatowska es la Cristina de Suecia de nuestro tiempo por su amor al riesgo, a la palabra sincera y al mundo. Patrona de los desposeídos, la dama roja siempre vuelve, como el curso inextinguible de los grandes maestros, que apenas alcanza las cimas se despeña seguro, reconducido a llenar la nada y el alma.

Querido Diego, te abraza Quiela (1978) nos salpica; es un ejercicio epistolar elevado, el desgarrador discurso de un ser enamorado que luce la inconfundible palidez del sentimiento y que se da de bruces contra el silencio allá donde quisiera hallar una boca, un pecho, un chasquido. Doce cartas que son doce delicados silbos, doce manotazos duros; las cartas de Angelina Beloff a su amante, Diego Rivera; las cartas de la pasión cuando quiebra, y del punzón a la carne.

Bien se adivina entonces una luz de compasión y afecto en la mirada de Poniatowska, que parece nos susurra: “no callen nunca”. Bien sabe Elena que nos golpea el recuerdo un frío que viene de adentro, y que añoramos como Quiela el cielo bárbaramente azul de México, un lecho tibio. 
Bien se le aparece ahora la indulgencia con el ser en los labios teñidos de carmín, que se contraen, la fascinación por la gula de experiencia de los más sabios, por el juego. Entonces se vuelve a nosotros la princesa, una última vez, entre asombrada y dispuesta, para decirnos, quedamente: “no se callen nunca”.





                   SÓLO LOS AMANTES SOBREVIVEN 

Adam e Eve son dos metáforas del ser humano en clave de tragedia. Débiles y carismáticos, responden con su carácter a un mundo hostil, el nuestro, que parece le ha impuesto un dique al imaginario y a la verdad. Después de haber vivido tanto -explica Eve- no podemos olvidar que debemos cultivar lo bueno, y bailar, siempre bailar, paladear cada momento.
Al fin una gran película de vampiros tras tantos años de imposturas y melodramas de fachada vacua y pompa adolescente. Porque lo genial es que el tema de la sangre no es aquí sino un cristal a través del cual se yerguen las reflexiones enhiestas, los juegos simbólicos en que los teatros son reciclados como aparcamientos, en que nada es arbitrario o superficial. Imposible no quedar prendado de Tilda Swinton y John Hurt en esos dos papeles que ejemplifican el goce incondicional de vivir y de ser.
El mundo acumula suficiente caos al negarse para sí el progreso, al albergar miedo a sus  propias capacidades. Los protagonistas del más reciente trabajo de Jim Jarmush son supervivientes que han sabido conservar un lustre de mármol y hoja seca, que no alimentan el temor, y desdeñan al cobarde.
Detroit florecerá cuando se incendien las tierras del sur, pero será sacudido por las guerras del petróleo y más tarde las del agua. Hemos olvidado nuestra prioridad y descuidado nuestro quehacer para con la madre tierra, de ahí que Adán e Eve llamen a las cosas por su nombre, designando a cada especie con su fórmula latina, orquestando con el movimiento de su grácil cuerpo una ofrenda al mundo. La vida, el arte, escapan a toda calificación moral. La contraposición absoluta de los verdadero y lo falso, de lo bueno y lo malo, impide la consecución de la gesta. Los vampiros de Jarmush habitan la frontera entre opuestos, y la cultura les concede una última pátina de nigromante atractivo. Lo mejor que les puede pasar es que no sean famosos, son demasiado buenos para eso. 



miércoles, 11 de junio de 2014

                      TODOS ESTÁN MUERTOS

El nuevo trabajo de Elena Anaya es un canto a la vida, a su personaje, Lupe, un ser que hiere y conmueve en su camino a la aceptación; una historia de fantasmas, de cómo se alcanzan las metas. Todos están muertos es el pedazo de realidad mágica que cuenta de qué modo lidian las familias con el peso de sus muertos, cómo una joven y olvidada estrella de la década prodigiosa, los ochenta, se supera y reencuentra su papel en el mundo. Sobre las paredes las fotografías de lo que fueron, y sobre el rostro de la genial Anaya la promesa de cuanto puede ser. 
Todos están muertos habla del perdón, del miedo al miedo y del miedo a crecer, de la responsabilidad  y de la necesidad de aceptarnos como somos, de los amores posibles y los imposibles, de la dicha que genera perseverarse, mostrarse fiel…
Lupe era de este mundo, pero se le había olvidado; el conjuro de la música, su hijo, la madre y un fantasma le devolverán la fe en sí misma. Gran trabajo de Beatriz Sanchis en su primer largometraje. Las escenas finales de Elena, cuando mira por la ventanilla del coche la ciudad, arañan y mecen al espectador. Esa mirada avivada, única, profundamente bella, se queda en la retina. 

Trailer:


Tema original. Corazón automático -Groenlandia-.



domingo, 8 de junio de 2014

                           SIEMPRE DICKENS 



“Era el mejor de los tiempos, era el peor de los tiempos; la edad de la sabiduría, y también de la locura; la época de las creencias y de la incredulidad; la era de la luz y de las tinieblas; la primavera de la esperanza y el invierno de la desesperación”.
                                                                                  Historia de dos ciudades

Sabio compañero, feliz cautivo de su oficio, Dickens influyó no solo en la tradición literaria europea, sino también en el mundo sobre el que proyectaba la sombra alargada de sus personajes. Recordemos que el escritor fue una de las grandes personalidades públicas de su tiempo; con sus historias catalizó la toma de conciencia de los problemas sociales poniendo en pie una moral de la solidaridad y el perdón.  Sobre su prosa, popularista y sabiamente contenida, elegante, giran los goznes de lo humano. 

Ralph Fiennes, gran ejemplo del actor formado en la tablas que acostumbra a rechazar las pomposidades del nuevo Hollywood -si bien a veces queda atrapado en la red-, dirige y protagoniza la última película del proclamador de verdades, del pintor de lo real y cotidiano, del estratega del corazón, Charles Dickens.

La mujer invisible cuenta la historia de amor entre un Dickens en el apogeo de su fama y una jovencísima aspirante a actriz, en un romance condenado por las severas convenciones sociales de la época.  Filmada en celuloide, con lentes anamórficas, y con gustos profundamente eficaces -adelanto de sonido antes del corte de plano, escenas en silencio, acercamiento audaz de la cámara-, se siente la influencia del genial y desaparecido Anthony Minghella en la ternura del discurso, y en el hecho de que los personajes se digan con la mirada todo cuanto les conjura por dentro, pues se trata de una pulsión de fuerza incontenible la que los gobierna.

Fiennes retrata con maestría ese momento atroz en que debemos lidiar con nosotros mismos, aceptar sin dolor el pasado, izarse sobre ese vértigo y dar frente a la vida. No es tanto la restrospectiva colosal de la trayectoria del genial escritor como el retrato fiel y delicado de la personalidad amorosa del autor de Great Expectations.

En junio de 1865, Dickens viajaba en un tren que sufrió un accidente terrible cuando cruzaba un puente en obras. Muchos de los vagones se despeñaron por un precipicio y el escritor pasó horas atendiendo a los heridos. Había dedicado el viaje a un pasaje de su penúltima novela, Nuestro amigo común. Los secretos de la intimidad que viajan en ese tren que descarrila no son sino el tramado de las relaciones personales que siempre, en época victoriana y actual, se encuentran bajo escrutinio.
Se requiere una gran dosis de coraje y presteza a la ceguera para olvidar -no, acaso esto no sea posible-, para superar mejor, un tormento antiguo, un hondo secreto. Perturbados por las circunstancias, los amantes alimentan esa vaga ilusión que los hace creer que, lejos del mundanal ruido, de los nidos de arte y las campiñas, el uno forma parte del carácter del otro; y cuando Dickens muere queda entonces el rostro de Felicity Jones, la rutina de sus paseos maquinales al mar, el rugir de las aguas cuando cierra los ojos como señal última de todo lo sufrido, como trasunto del impreciso susurro de la memoria, que viene a herir la imaginación.


jueves, 5 de junio de 2014


                                    LA MALOGRADA 

Camille Claudel 1915; la vida de una artista privada de libertad por la envidia de los hombres. La sonrisa clarividente de Binoche, ingenua, falsamente esperanzada, como resultado del dolor de la injusticia cuando ya no quedan lágrimas. La convivencia con la locura, su exploración. Camille Claudel 1915; el fiero retrato de la soledad del artista martirizado; una película de silencios, gritos y risas huecas, ásperas.

Ha nacido un nuevo rostro de la tragedia en el cine. Se llama Juliette. Bruno Dumont le extrae todo el dolor, todo el quiebro, toda la emoción posible a ofrecer en pantalla. Si ya creíamos que la actriz no podía hacerlo mejor, no podía transmitirnos de un modo más elevado la fragilidad y el pesar tras joyas como Los amantes del Pont-Neuf o Azul, ahora se desvela suprema, absoluta. El trabajo de la Sra. Binoche es un milagro de la interpretación, el mejor ejemplo de cómo puede un artista sumergirse en el alma perturbada de su víctima, de su hermana, de su criatura. El abrazo que Juliette regala a Camille trasciende la vida y la muerte de la escultora; son dos almas en diáspora de energía. 

La masacre de un artista indefenso, PRIVADO DE SU GENIO, zarandea al espectador de principio a fin y se prolonga incluso tras el visionado. La película lo deja roto, con una angustia como la de Camille malograda, que le alcanzaba las venas y hasta las puntas del cabello. La tierna, delicada e indefensa criatura que es Camille se ve estancada por la codicia excitada de los hombres. La imaginación, el sentimiento, lo nuevo y lo imprevisto que alcanzan a un espíritu desarrollado, a un espíritu como el de C. Claudel, tejen el tramado trágico cuando son cercenados por la impiedad de Rodin y de Paul Claudel, que se apoderan de la obra de toda su vida, condenando a la genio al esclavage. “Me encantaría estar en mi casa y cerrar la puerta” -dice la que sin duda fue las gran escultora del siglo XX-. 

La religión puede -tal vez deba- ser remplazada por el arte. Camille, presa, condenada, rescata del suelo un pedazo de barro y lo moldea con el temblor de su débil pulso, con el temblor de un atroz martirio, del secuestro. Ya no puede crear; eso le asusta más que no volver a salir al mundo, que no respirar a sus anchas. Es la explotación de la mujer, el atropello a la artista. Rodin temió que Claudel fuera más grande que él. Lo era. El temor, la envidia, nos vuelven viejas bestias. 

Camille contempla en la sala común del asilo, rodeada de viejos locos, un fuego mezquino.  La invade un profundo espíritu de resignación, las manos en la falda abnegadas. Piensa: “disponen de mí a su antojo. Ya no podrán robar mis esbozos. No los hago. Pero disponen de mí. ¡Ah! Cómo saltaron sobre mi obra”. Cierra los ojos y recibe en la nuca el aguijón de la tristeza. Ni la esperanza ni la ilusión la muerden ya. Se esconde para escribir cartas a sus familiares, que privan al mundo de su belleza. 
C. Claudel introdujo la autenticidad en el arte escultórico. Ser un genio tuvo su precio. Su historia nos hace ahora buen servicio. Recordarla es un acto de justicia; tenderle la mano, ampararla.