lunes, 29 de septiembre de 2014

DEMONIOS FAMILIARES

“Todo lo que es hermoso tiene un instante, y pasa”.   
-Luis Cernuda-.


La historia inconclusa que Ana María Matute nos ha dejado -Demonios Familiares- es el último suspiro literario de una autora que hizo de la fidelidad a su mundo blasón y bandera. Tardaremos en volver a conocer una valentía como la suya, un compromiso y un último grito de esperanza tan descomunal como el que ella ha proferido. Porque Demonios familiares también es eso: una última, consciente, voluntariosa mirada al mundo y sus secretos; la historia de los seres que se ayudan y despiertan a la vida, de aquellos condenados a convivir juntos e incomprendidos, de la acritud de las órdenes, la necesidad de la desobediencia, los rencores y el perdón.

Las últimas escenas de la novela no son sino el recorrido violentado de su protagonista, Eva, al bosque -donde pueden ocurrir tantas cosas-, la captura de una luciérnaga y el abrazo apretado y cálido que le concede incontenible a Berni, el herido -desamparado- al que rescatan y dan cobijo. “El amor era él”, escribe la autora de casi ochenta y nueve años que persiste en las frases y los respiros, espoleada por el hechizo de un oficio mago que la ha amurallado ya del tiempo y de su desmemoria, hecho piedra. Conmueve poderosa una frase ya tardía que, como un alfiler, hace sangrar delicada, con el atractivo del fino chispazo que el sol le arranca: “Sentía con fuerza la alegría incontenible de estar viva, aun a pesar de la muerte que nos rodeaba por todas partes, como el cerco de un asedio”. 

Y lo extraordinario de esta obra desmembrada -como el corazón de sus héroes-, bella y con nitidez de diamante -como asegura Pere Gimferrer en su prólogo-, es que tiene vuelo, y nos contagia de su historia, que corre a refugiar su eco en nosotros. Quien alcanza algo así con la palabra, cuando ya tan pocas fuerzas le quedan, no merece otro apelativo que el de “gigante”. Matute o la Verdad; Matute o el sentimiento; Matute o la amargura.

En el maravilloso epílogo de María Paz Ortuño, la que fuera amiga de la fabuladora recoge un párrafo inédito de la Matutova que bien pudiera cerrar la historia de Eva y la de la misma Ana María, la niña de los cabellos blancos. Su frase final es la siguiente; tras ella, conviene se abra tan solo el silencio: “Como todo en mi vida, siempre a punto de atravesar el umbral de algún paraíso, donde nadie logró entrar, ni lo logrará jamás, el inhabitado paraíso de los deseos”.


miércoles, 10 de septiembre de 2014


                                           JAIME, 
    CUANDO EL VERBO SE HACE TANGO

No quedan ya iluminados, o al menos no se muestran -que aseguraba un pintor caído en desgracia, del que ya pocos sabrán-. “Paradigma de la exquisitez, de la intelectualidad”, como tan bien lo definiera la escudera literaria Carmen Balcells, Jaime Gil de Biedma fue, tal vez, uno de esos últimos iluminados con arrestos para lucir su ingenio y su mundo. 

Jaime Gil comienza a escribir poesía a comienzos de los cincuenta espoleado por los versos de Manrique, Machado, Cernuda y de autores ingleses de la talla de Byron, Wordsworth, Eliot o Auden. Poeta de la experiencia, desarrolló una fina capacidad para medir el significado de los acontecimientos más nimios, su poso tras los años y en el arte. Porque Jaime comprendió que somos nosotros los valedores, los que deciden una vez Dios ha muerto, y fue esto precisamente a lo que el poeta se dedicó con su oficio, a otorgar a los versos esa otra realidad objetiva que atesoran. La belleza del arte de De Biedma reside en su empeño por estudiar y conceder el valor que merecen y atestiguan los grandes momentos de la vida.

Un estilo coloquial y desenfadado como de fin de fiesta en que a los trajes desperdigados por el parqué los baña la luz primera de la alabada, cuando un encabalgamiento que jadea trasluce la sensualidad verbal de que hablara y dos cuerpos sin adorno se mueven un poco a lo lejos, porque “no hay nada tan dulce como una habitación para dos”. Los versos, violentados en ocasiones -como si el lenguaje con su magisterio se crispara en espiral- dan testimonio del afán reivindicativo de un artista que halla en la palabra los instrumentos de una melodía que le insta a explorar el tejido de los sentimientos y sus oscuras razones. 


En Jaime el tiempo del deseo es siempre la edad del argumento, un pretexto para que su inteligencia, siempre fresca y en activo, tome del manzano de la vida esas centellas y desdichas -por todos compartidas- que no son sino los frutos una vez la poética se invoca. 

Cuando siente el viaje y respira venturoso, el poeta escribe desde la juventud recién en flor esa sutil y conmovedora oda a los amigos que es Amistad a lo largo, un acierto que bien pudiera haber hecho las delicias del arcaico Catulo en uno de sus temas predilectos. La conciencia física como festejo de lo que se hace presente en Idilio en el café; cómo de pronto advertimos también, en Noches del mes de junio o en Aunque sea un instante, como si lo intuyéramos débilmente, que el entramado de maderos que nos da tierra no sólo nos sostiene, sino que, al callar su misterio, también hila la suerte que a cada paso nos asiste, hiela o sorprende. Su ataque a las supersticiones que emplomaban España, a los condicionamientos socio-burgueses, a sus imperativos, al Régimen de gerifaltes de patas cortas; su compromiso frente al dolor ajeno de la multitud descalza -que encuentra su retrato que espejea en Lágrima-, son otros de los temas de su primer libro de poemas: Compañeros de viaje (1959).
En Moralidades (1966) se abren horizontes más nítidos, que dejan a merced de la vista el rastro de pequeñas ínsulas: en Apología y petición encontramos al Gil de Biedma que clama contra los demonios de la dictadura que roban al hombre el ser dueño de su historia; el despertar a los deberes de civil y apellido en Albada; la gracia que conserva un recuerdo de amor en París, postal del cielo; la vasta consecuencia de la compañía añorada en Mañana de ayer, de hoy; la expresión de un deleite finito, de un ramillete de horas ya marchitas, con color de nuevo en la palabra, en Volver; ¿qué habrá sido de su amigo Pacífico en La novela de un joven pobre? El poeta que gritó lo más dulce acuerda en Canción de aniversario -hazaña poética que conmemora el Vals de aniversario- que el amor, una vez resquebrajada la promesa de la larga vida en común, una vez puesta en duda, se ufana prisionero cuando se lo invoca en la mañana, sobre la sábana sucia. En El castillo de Luna se atraen las fuerzas instintivas del Romancero -que tan bien han despertado en Jaime la intuición- y el gusto por los marginados, como ese joven hecho anciano preso en el país de las rejas y los vigilantes que lleva a la espalda la España negra. La indignación ante las mujeres adiestradas de Años triunfales; la emoción ensordecida de Asturias, 1962; la saliva y la arena en Peeping Tom; la vejez y su mundo de letras receloso de ella en Desembarco en Citerea. El poemario contiene dos últimos logros: En una despedida, cuya estrofa final concentra en los años que se dejan, que son derrota, la promesa de un sentimiento digno, un acto verdadero que, de hacerse hueso y de hacerse carne, le será dado al pecho vacío del amigo que se pierde; y Pandémica y celeste, el alarido vital que todo suicida debiera leer para hacer fracasar su empresa, el gusto exaltado del placer, del “sabor a sí mismo”, “la palpitación de un miembro” y “los muslos hermosos”. 
Poemas póstumos (1968) recoge las últimas campanas de triunfo de una carrera intensa y depurada como por alambique: Contra Jaime Gil -exorcización del miedo y la identidad-, Nostalgie de la boue; la perfección formal y de sentimiento del que creo que es el poema que más sugiere por hazañas vanas de amor oscuro, T´introduire dans mon histoire; No volveré a ser joven -quizá su pieza más conocida-; el Jaime muerto que habla con el Jaime de los versos en su trabajo contenido en Después de la muerte de Jaime Gil de Biedma; Artes de ser maduro, o el encuentro del compañero pasado en Amor más poderoso que la vida.


En 2009 Sigfrid Monleón llevó a la gran pantalla la vida de Jaime en El cónsul de Sodoma. Y si bien tendemos a entronar en importancia excesiva la vida de los artistas, creyendo que sólo con ella puede y debe concebirse y analizarse su obra, es indiscutible que una porción biográfica del Gil de Biedma de la Barcelona de la Gauche Divine se desliza inquieta por su poesía. Jaimes hubo muchos, pero el retrato contenido que ofrece el siempre locuaz y soberbio Jordi Mollá constituye el que es uno de los mejores homenajes que le han sido hechos. 

Lo que sorprende y enamora en Biedma es que, tras descubrirnos las caras más amargas de su aventura y de los días, se decanta con empeño por atrapar el detalle que le induzca a amar la vida, como en La calle de Pandrossou. En la poética de De Biedma el lector que se vuelca rompe contra los versos, una vez derrama la noche el vértigo sobre los párpados cansados. La convivencia del verso de forma, de armadura clásica, y del libre, emocionado, dejan paso a un mediodía firme, a una medianoche gastada en sudor y lágrimas, pues ésta y no otra es la voz del poeta, irónica, corpórea, seria también, descarnada, en desamparo y no por ello menos telúrica, vital, confidente.




MI VIDA SIN MÍ, donde un tierno personaje apura el tiempo, un drama descarnado y reparador que toma conciencia del pequeño prodigio que es estar vivo. ¿Cosas que hacer antes de morir? Ver esta película.
Lo mejor: Sarah Polley y Mark Ruffalo, la riqueza de los personajes más pequeños, los últimos diez minutos, el Senza Fine de Gino Paoli y el personal manejo de cámara de Coixet.