sábado, 22 de noviembre de 2014


DESDE BERLÍN, TRIBUTO A LOU REED

“La música es todo. La gente debería morir por ella. La gente muere por cualquier otra cosa, ¿por qué no por la música?”.  “La parte más importante de mi religión es tocar la guitarra”. -LOU REED-.

Visceralidad, belleza en la ruina, brutalidad en el amor y gran música son los principales atractivos de un espectáculo que nace y se nutre de la inquietante verdad de dos intérpretes -colosal Nathalie Poza, increíblemente entregado Pablo Derqui- y que deja al espectador con el corazón en un puño, des tripes à la gorge.
La poética de la marginación cobra sentido estético y humano cuando un director, Andrés Lima, los citados intérpretes, tres dramaturgos -Juan Villoro, Juan Cavestany y Pau Miró-, para el espacio sonoro Jaume Manresa y Miguel Ángel Raió en la  videocreación, se deciden con valentía -porque se requiere demasiada para este genial tributo- a dar voz a la angustia y a la dependencia que rodean a esos dos personajes -Caroline y Jim- imposibilitados a la vida, con la dificultad manifiesta de vivir la convención, llenos y confundidos de amor, temerosos de la cotidianidad y de su falta de apego a las reglas que ésta impone. 
La pieza es conmovedora; el desnudo, emocional y literal; Caroline y Jim, personajes del disco de Lou Reed, carne y grito.


viernes, 21 de noviembre de 2014

                    SU VERGÜENZA ES VIVIR

En el seno de una corte cargada de esbozos de reina y esbozos de héroe se gesta el ángel negro de Shakespeare, Ricardo III, ponzoña de odio y ambición, cuya vergüenza es vivir. Juan Diego se reencarna en Ricardo en el último montaje de la obra que lleva a escena el Teatro Español. Una reencarnación vuelta denuncia de la impiedad que asola a aquellos que se adentran por la senda intrincada y desapacible del poder.
Gran acierto la triada de damas que entona, ya al languidecer de la tragedia, un canto de desesperado recelo. Hablo de Ana Torrent, Lara Grube y Terele Pávez. 
La catarsis tranquiliza el ánimo del espectador bosquejando respuestas a sus incontables interrogantes. Pero Shakespeare va más allá, y hundiéndonos de lleno en esa marisma de odio y rencor, egoísmo y perversión, nos ofrece el retrato negro de nosotros mismos si la pintura se cargara de todos estos ingredientes. Shakespeare nos recuerda que la maldad es enfermedad y recurso a todos dispuestos.  La necesaria versión de Sanchís Sinisterra lleva la reflexión a una tierra si cabe más lejana: ¿de qué modo nos construye y construye la vida la conciencia? ¿Qué atesora de lo pasado? ¿Y en qué orden o medida?
La fuerza sin parangón de la palabra; eso es el Ricardo III de Juan Diego, dirigido por Carlos Martín -valiosos jirones de tela en cascada que vuelven la imagen de hierro vaporosa-. 
La perturbación mental como disfraz que vestimos y exploramos, las intervenciones de oro de Asunción Balaguer -la Lady Margaret experta en maldiciones-, y sangre, mucha sangre, ante todo la insistencia de la sangre y del deseo. Lo más sorprendente: Ricardo III, Juan Diego -dolorosamente feliz-, el tirano que, muy a su pesar, se sabe un ser débil, a merced de los fantasmas.



sábado, 1 de noviembre de 2014

                        LAS HERIDAS DEL VIENTO 
                      O DE LA POÉTICA DEL AZAR


Un texto de muy reciente creación, lúcido, que equilibra con talento los vises cómicos para que el platillo del gran drama no nos ahogue; palabras con vestiduras modernas -en estructura, epítetos, tono-, pero de naturaleza imperecedera, no ya en torno a las penalidades del amor, sino del compromiso con la vida y la intrincada esencia de sus efectos.
Kiti Mánver borda la creación de un personaje masculino, el de Juan, de corazón ingobernable por magullado. Con un muy eficaz control de los diversos matices -irónicos, sagaces, desvergonzados, serios y dolidos- con que se acompañan las réplicas.
Por su parte, Dani Muriel representa al perfecto contrapunto, con un trabajo que destaca por su sincero acercamiento al hijo del difunto. Una labor desnuda, con el sentimiento a flor de piel y una voz de teatro que no puede estar mejor colocada.

Que en la escena no tienen importancia los géneros es algo ya conocido. Lo demostró el tiempo antiguo, la era isabelina -cuando los andreses hacían de Julietas y Cleopatras-, lo demostró Blanca Portillo con su perfecto Segismundo y en breve lo hará la gran dama,  Nuria Espert, con el Rey Lear en el Lliure. 
Pues bien, Mánver, cuya transformación se opera en escena, constituye un ejemplo más  -de gran magisterio en su caso- de cómo el teatro no es sino la tierra de libertad en que la belleza que se crea gana y nunca pierde aliento porque nace de la necesidad. La necesidad de ser, de encontrarse, de identificarse, aprenderse, valorarse, de juzgarse. Sí, es un medio peligroso, arriesgado si se quiere, impredecible, y también necesario, como una aventura, como la vida.

Las heridas del viento es un descarnado drama que nos recuerda bien de qué modo el amor no es siempre un diálogo cuando trueca burlón soliloquio. Un texto sumamente arriesgado en torno a las ficciones con que nos consolamos, sus heridas, y un viaje en el que, de manos de una figura que sonríe amarga, acudimos a la dificultad del engaño como promesa, a la pérdida de la elección y a la soledad.

Es teatro de hoy: la sala off del Lara, dos sillas, cuatro focos, un Iphone en que se reproducen canciones de Mina y la ilusión de la palabra. Una obra del rechazo, de la emoción, y de cómo una gran intérprete se apropia de su personaje en aciertos de entonación, humor y crudeza.





¡Flores, flores, flores para los muertos!

Thomas Lanier Williams, conocido como Tennessee Williams, bien podría haber afirmado, a lo Flaubert, “Blanche Dubois soy yo”. Como la pobre y finalmente desquiciada Blanche -hace nada la hemos vuelto a ver en Blue Jasmine (lograda revisitación, lo acepte Woody o no) en la piel del camaleón de escena que es Cate Blanchett- Tennessee deseaba morir en el mar. 
Escribir teatro es ingeniería, y el Tranvía es Teatro, Williams un magnífico ingeniero. 
Dependiente del amor de los demás, frágil, trastornada, insegura y cargada de sueños, Dubois es un corazón en lucha consigo mismo, que se ofrenda sin escudos a la implacabilidad de la vida. 
Arthur Miller hablaba de dos fenómenos de la escena: el arte del teatro y el comercio del teatro. Huelga decir que es el segundo el que tanto denunciaba Federico, el poeta asesinado, en sus declaraciones y conferencias, por ser éste un teatro impostado, zafio y hueco, supeditado a la vulgaridad de los malos públicos. Es esa idea ridícula del comercio del teatro la que seguro ha llevado y lleva a condenar a las tablas al ingenuo austericidio de que son víctimas. En fin, el error político parece no ser sino la marca de esta segunda década, esperemos no ya ominosa. 
El arte del teatro de Tennessee Williams recae en la fuerza abismal con que el dramaturgo dota a sus protagonistas, marginales y marginados. Del centro de la escena se escapa la trama a entrecajas y quedan personaje y lenguaje  -liberado éste último, sobriamente poético-.
Blanche Dubois, como tantos de sus antihéroes, es demasiado libre para el mundo, y éste la condena a la locura; la pena luego la vuelve sincera. Su tragedia: lucir la libertad, el deseo y la ternura como banderas.
La tosca bombilla que empeñada adorna con farolillo pintado no es otra cosa que ella misma. La resquebrajan como hacen Stanley y Mitch con el papel que tinta la luz volviéndola más amable. Una desposeída que, contrariada, atesora mucho en el corazón.
¡Flores, flores para los muertos! -sigue repitiendo a voz en grito la gitana, del lado de los tranvías que se pierden con este otro llamado Deseo-.

“Tener grandes riquezas puede acarrear una enorme soledad”.

                                DOS  HEROÍNAS 


Dos días, una noche, último film de los hermanos Dardenne, ofrece una historia honesta y aleccionadora, con nervio, en torno a la solidaridad y el derecho a decidir.
Bien podría hacerse anatomía de una escena fascinante: Sandra y su marido, Manu, están en el coche y él apaga rápido la radio cuando cree que la canción que emiten es demasiado melancólica para su mujer, que se debate en la periferia de una depresión casi extinta. Entonces Sandra decide poner de nuevo la emisora y sube decidida el volumen. Al tiempo que la letra lo llena todo, con sus mensajes funestos, la esperanza brumada,  el recuerdo de todo lo que se ha perdido, Sandra-Marion sonríe a Manu con el gesto señero del comienzo, el de las víctimas que creen algunas de sus heridas sanadas y que aceptan con la dulce serenidad de las estatuas las penalidades que el azar pone en su contra.
Luego ningún instrumento mejor que el rostro y la voz y el talento colosal de la intérprete gala, la Môme Marion, para contarnos esto.
La heroicidad en nuestros días lleva la impronta del compromiso y del respaldo, nos dicen los hermanos Dardenne, con la voz y la imagen de Marion como lenguaje, una heroína moderna. 
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Mercè Rodoreda -hace pocos meses revisitada en una película en que le daba vida de forma magistral Vicky Peña (cinta que lamentablemente ha pasado muy desapercibida)-  es autora de un texto que ha de acometerse desde la visceralidad, La plaza del diamante, que puede parecernos ya contado, pero que aglutina tal riqueza de símbolos e imágenes de alto vuelo literario que, en su torrente creativo, sobrio también, nos demuestra que hasta la vida más pequeña, anodina o conveniente es capaz de un alto logro humano y poético. 
Ha habido muchas Colometas: Mercè Pons, Rosa Renom, Montserrat Carulla y hasta Ana Belén. Ahora la sala pequeña del Teatro Español acoge una más, sabiamente dirigida por Joan Ollé y encarnada por Lolita, que nos cuenta esa dura crónica de juventud, amor y posguerra en que una mujer ingenua y poco letrada se ve endurecida por los avatares del tiempo. Su acto de amor es sobrevivir. Una gran interpretación que nace de las entrañas, humilde, sencilla y, lo más importante, muy sentida.
En la verdadera Plaza del Diamante se erige una escultora en honor a Colometa; la de una mujer en los huesos, atravesada por el infortunio, que se estremece, y que desespera y saca fuerzas de los más hondo para dar algo al frente de batalla, aunque sólo sea un grito.
Rodoreda escribe:   Querida Colometa, la vida es esto.


                                OUT IN THE DARK, 
                       CINE ISRAELÍ SIN MORDAZAS


Michael Mayer, lejos de encaminarse al fracaso, rechaza prejuzgar o bien decantarse por uno de los dos frentes del conflicto palestino-israelí mostrando de un modo puntilloso y elegante sus consecuencias, el dolor que despierta. 
Nimer es un estudiante palestino de psicología que sueña con una mejor vida en el extranjero. Esta historia cuenta cómo se confronta a sí mismo con la realidad palestina que se rehúsa a aceptarlo por su identidad y la sociedad israelí que lo rechaza por su nacionalidad palestina.

Un film valiente y prodigiosamente rodado, con dos grandes personajes que se quedarán muy adentro del espectador. Un drama intimista con momentos de acción que posee la capacidad de pergeñar con habilidad una historia bella y trepidante, de nuestro tiempo, que abre una gran ventana de claridad al conflicto de Oriente medio. Cine sabio, edificante, movido a despertar conciencias; cine obligatorio, forzoso, del que no podríamos prescindir.