viernes, 13 de febrero de 2015

La isla mínima

El fin primero que mueve a las jóvenes víctimas asesinadas en la contenida trama de La isla mínima es la evasión, la huida de una tierra que ya no les pertenece, la búsqueda de libertad, como a los personajes de la pieza teatral de Camus, El malentendido, o como a tantas aves tiroteadas en tantas tramas de la ya vida rica de las historias del cine. En las marismas del Guadalquivir quedan atrapados sus restos, la derrota de un sueño levantado a la sombra de un engaño. Son personajes ahogados por el medio que habitan, por las turbias aguas de una sociedad represora, machista y afín a la derrota del cuerpo y el ánimo. Estos personajes que se desvanecen dejan tras de sí, como en una dura estela que espejea, su deseo encenagado.

Es la perfecta radiografía social de un país que penoso despertaba a la conciencia tras décadas de dictadura lo que la película de Alberto Rodríguez retrata precisa y equilibrada. El buen manejo del suspense, el talento y fuerza de sus actores -merecidísimo Goya a Javier Gutiérrez, Raúl Arévalo y la poderosa Nerea Barros, con una presencia también mínima- o el bello diseño de fotografía son otras de las bazas que hacen de esta isla una de las mejores películas españolas de este año.


LAS TRES ERRES


Alberto Conejero es el autor de una obra conmovedora acerca de las tiranías del olvido y los errores que se comenten al reescribir la Historia impunemente. Con la excusa de una leyenda, esa de La piedra oscura, posible última obra teatral de Federico G. Lorca, hoy perdida, Conejero enfrenta en el escenario al último amante del poeta, Rafael Rodríguez Rapún, las tres erres, con el civil que lo vigila en su prisión horas antes de ser asesinado.
Los respaldos del patio de butacas de la sala de la princesa del María Guerrero están vestidos con camisas blancas manchadas de sangre; es la sangre de los inocentes, los condenados, que nos viene a pedir no nos sentemos cómodamente. El escenario, como encantado por el sonido apagado de un mar siempre feroz y siempre presente, se construye con el metal afilado de las armas de guerra. Daniel Grao está soberbio, contenido y haciendo un uso extraordinario de mirada tan fuerte, un temple casi palpable. Nacho Sánchez se entrega con presencia a un personaje de frágil corazón, que se tambalea, duda y se convence.
La fulminante llamada a la amistad, la necesidad del otro, el oficio de nombrar para quedar nombrados, la importancia de la memoria, la búsqueda de la redención, la reconciliación con nuestras decisiones más desafortunadas…, un homenaje a la palabra que trae el perdón y el recuerdo de las víctimas.




EL PINTOR DE LA LUZ 



Toda obra sagaz, genuina, está condenada a la censura del público. Eso nos recuerda la última película de Mike Leigh: Mr. Turner. Timothy Spall da vida al hombre que cayó del lado de la magia del color, las densas humaredas o el vapor de los nuevos ferrocarriles. La naturaleza fue su gran fuente de inspiración, la naturaleza y el empeñado afán por desvelar su misterio, empapado de tormenta y amarrado al mástil de un barco desagradablemente mecido en lo más rugiente de una tormenta. 

Su compleja personalidad es hábilmente retratada. Sus sombras también. A Mr. Turner le tocó vivir su oficio con audacia, el amor como una dificultosa huida. Sus blancos, sus naranjas, fueron ellos quienes le dieron de su hechizo al mundo; desde entonces los atardeceres se ven surgidos como de su pincel e ingenio.

Quedémonos con las últimas intervenciones de Marion Bailey -compañera del artista-, su gran plano final tras los cristales que con minuciosidad limpia, ido el maestro, una amable y triste sonrisa; con el episodio de los inicios de la cámara fotográfica que tanto desalientan a Turner y con la breve aparición de Mary Somerville.