jueves, 20 de agosto de 2015

CONDENADO PAVESE



La luna y las hogueras, última novela del abatido, malhadado Cesare Pavese, confiesa el viaje a la isla interior de un autor y de un personaje tenazmente confundidos, que en la narración carecen hasta de nombre -le dan solo un apodo, “El Anguila”-, pues, ¿tiene nombre quien no se conoce?
La historia no se comprende en Pavese como fin, sino como medio en que pesa sobremanera el tono pesimista, existencialista en una carrera a la muerte por costumbre desalmada. Las claves de su obra echan raíces en el cuento primero de su vida, marcada por la necesidad imperante de pertenecer a algo, de pertenecerle a alguien. Los personajes, desubicados, buscan su voz, y no la encuentran. Los objetos tienen mayor entidad, presencia, que ellos mismos. 
Cesare Pavese pasó por el mundo en su episodio turbulento de la primera mitad del XX como un ser derribado. No supo reelaborar su experiencia pasada, de constantes derrotas, y eso lo hizo infeliz. Un náufrago.
Le debemos su compromiso del lado de la cultura con la editorial Einaudi y su batalla sin cese en las terceras filas de la historia de la literatura, a la que recurrió como santuario, pero en cuyas líneas poco se apaciguaron la soledad y el dolor.
Temeroso, solo, impotente, mal parado, en ocasiones resentido -única razón de los comentarios misóginos de su diario, El oficio de vivir-, Pavese se vio cercado por la necesidad de afecto -que se vería ligeramente colmada por su hermana y algunos amigos-, la paternidad frustrada y los cuadros depresivos que habrían de acompañarlo de por vida. No ayudaron ni su estancia en prisión ni la muerte temprana de su padre. Las circunstancias acabaron por condenarlo, habiendo nacido ya vulnerable, con el corazón sembrado de miedos. 
Pensemos en el destino de otros muchos escritores que, a diferencia del italiano, sí tuvieron suerte. ¿Habría vivido lo que vivió una mente extraordinaria, pero en el abismo, como la de Virginia Stephen de no haber encontrado en su camino la fidelidad de Leornard Woolf -verdadero apoyo, confidente y centinela-, Vanessa y el amor -decisivo, destructor, como todo amor- de Vita Sackville-West? La peripecia vital de Cesare Pavese remite a la presencia crucial de los compañeros de viaje. Un carácter vulnerable solo encuentra como salvación la ayuda incondicional que reporta un alma hermana, un amor comprometido.


Inolvidables Nuto y Cinto, y hasta Santina, cuyas cenizas cierran una historia de derrotados, seres abocados al abismo, en busca de algo que perdieron hace tiempo, una razón de ser. Todo se destruye -como en las hogueras, que purifican la tierra- y todo se repite -como en los ciclos de la luna-.
Pavese nos advierte que el poder está en manos de quienes quieren que la gente no sepa.
La luna y las hogueras remite a la conveniencia de hacernos tierra y de hacernos pueblo, también a las viejas pobrezas que nos tienen bajo la ignorancia y a la insoslayable obligación de hacerse un nombre. 
Pero, ¿ofrece Pavese las claves para luchar contra todo eso, esa alta ola encrespada que es el mundo y que pocos saben esquivar? Nos gustaría pensar que sí, que el narrador de esa historia de fogatas se embarcará y acabará regresando al Belbo, que encontrará en el Piamonte paz y alegría, del lado de Nuto y su familia y de las tierras que tanto y tan poco lo conocen, pero no lo sabremos. La tierra prometida, reducida a escombros, invita al desarraigo. Pavese lo dejó escrito en otro lugar: "no se trata de buscar fuera, sino en dejar que hable a su ritmo la vida íntima". A veces unas palabras valen para abrirte los ojos. Escucha estas Anguila: queda el olor de los tilos, y queda el alba tras los adustos montes;  échale redaños.

viernes, 7 de agosto de 2015

De Sócrates andaba enfermo el mundo


El Sócrates de Josep María Pou, ciudadano pervertidor de la juventud, irrespetuoso con los dioses y los civiles de bien, cumple la sentencia de muerte como el trato fiel que el filósofo le dispensa a la ley de los hombres, los preceptos de un sistema de poder que debe respetar. Sabe que la muerte, esa eterna prostituta que decía Hemingway, servirá de lección y memoria, de alta evidencia de integridad de un ser que no podía desafiar las mismas leyes que convencía en defender a voz en cuello. Lo nefasto no es el que los hombres no legislen, sino el que legislen mal. Pervertidor de la juventud, le dijeron; pues mira que no se nos ocurre mejor oficio… Irrespetuoso con los dioses y las tradiciones, ¿y qué si no? El montaje que ha dirigido Mario Gas para el Festival Internacional de Teatro Clásico de Mérida, ahora en gira por España y en 2016 en el Teatro Español, sabe aunar apuntes biográficos y lecciones de honor sin estridencias y abusados recortes. El espectáculo lo justifica, entre muchas cosas, la voz incomparable de un cómico en la cumbre de su carrera, Maestro Pou.
Sócrates, juicio y muerte de un ciudadano. Es un error el que nazcan almas grandes; haciendo uso de nuestro acostumbrado egoísmo, continuamos abocándolas al fin. 


Impotencia. El peso inevitable de una decisión mal tomada. Sócrates encontró en ello la razón de una muerte diferente, más útil, ya no tan vulgar como resultaba el decaimiento de un organismo imperfecto. Le dio orgullo esta muerte, pues era digna; no podía encontrar mejor colofón a su obra, que era una obra muda, desatenta, nacida de un espíritu que albergaba el delirio del razonamiento puro. Allá sobre campos de asfódelos se verá escudado por las sombras de Alcibiades y Fedón, y le llegará el caos del mundo en un rumor grosero ante el que se sonreirá irónico. Pobres bestias…


Los voceros intransigentes de un mal llamado sistema democrático dieron muerte a la vida de un anciano que nada había hecho lejos de advertir acerca del peligro de las mentiras y la vanidad. Con él empezó la historia de los mártires: Cristo, Giordano Bruno, Juana de Arco, Pier Paolo Pasolini…
Sócrates llevaba a cabo una tarea no muy agradable, la de llamar la atención del público y orientarla a los desmanes de la pobreza, la injusticia, la fragilidad del ser humano -pues solo sabiéndonos frágiles se nos irá el gran mal del orgullo-, la peligrosidad de la soberbia -que a él también le picaba-, y la necesidad de interrogarnos, cansados y persistentes. ¿Llegaremos algún buen día a conocernos?

Parte de ese oficio socrático por dar luz a la injusticia y a aquello que el hombre, intencionadamente o no, esconde, recuerda a un cineasta mexicano, hacedor de magníficos dramas -que no de tan magníficas comedias- llamado A. G. Inárritu. En uno de sus films, Biutiful, Javier Bardem daba vida a Uxbal, un pobre hombre desamparado, en el límite de la legalidad y la precariedad y la salud que mediaba entre inmigrantes ilegales y policías corruptos, entre trabajadores explotados y abusadores con poder. Resultaba necesario mostrar ese otra cara -impactante, estremecedora- de la Barcelona de nuestro tiempo y a un personaje extraordinario, compasivo, al que las circunstancias sociales, los malos frutos de un sistema político y económico viciado, llevarán a su fin. A Uxbal, como a Sócrates, le persigue la muerte durante cada escena, en un metraje corrosivo que recorre la ciudad y los momentos de vida de un buen número de personajes también atrapados, también penados. A diferencia del pensador ateniense, Uxbal no cuenta con los beneficios y lastres que otorga el don de la palabra; instado por la bondad, Uxbal ayuda. Lo salva el puente con los que ya se han ido, esa propiedad suya de mediar incluso hasta con quienes han abandonado el mundo. Lo salva el nuevo viaje en la nieve, la paz que Barcelona no supo darle. En definitiva, una historia de periferias, como la vida del filósofo.