domingo, 13 de septiembre de 2015

MIMOUN, EL PRIMER CHIRBES

Mimoun es la primera novela que Rafael Chirbes, fallecido recientemente, publica a los 39 años en el sello editorial Anagrama, bajo la atención siempre lúcida de Jorge Herralde y que desgrana en su apenas centenar de páginas los meses vividos en esta región del Atlas por su narrador-protagonista, Manuel, y su tropiezo con un buen número de personajes que aparecen y hacen mutis por entre las páginas a la costumbre de los muchos cómicos de un drama operístico improvisado, cargados de una imaginación torturada y de un incansable afán de placer en que no buscan sino reconciliarse consigo mismos. 

Todos estos personajes han perdido la brújula y, de manos del alcohol, el miedo o el disfraz, arrastran la vida porque se quedaron sin fuerzas, a la espera de que llegue alguien que se las devuelva. Porque ese es uno de los muchos centros de esta novela corta, que se mueve en las encenagadas rutas del sueño y el delirio, a medio camino entre la ficción y la realidad, la necesidad apremiante de darse de bruces contra quienes puedan devolvernos las fuerzas. Los personajes, Francisco, Hassan, Aixa, Rachida o Charpent y sobre todo Manuel, son como árboles. Su inmovilidad es su soledad. No pueden tocarse. Están plantados en hilera infinita, a diez palmos los unos de los otros, y como el vacío se vuelve denso y se agosta, como la piel que envejece, resuelven burlarlo buscándose con las raíces, de ahí el sexo y la morfina limpia de las habitaciones atestadas. Los personajes se comunican bajo tierra, en el silencio de las noches más vividas del mundo, que son las del norte de África, las de Fez y las de Mimoun.

El sentimiento de fracaso, el alcoholismo, la pérdida de la voluntad en el laberinto de las ilusiones, el placer como consuelo solitario del hombre bueno son algunos de los temas que lleva como en la masa de su naturaleza un estilo propio, marcado por las frases de corto aliento, ásperas, elegantes, de imparable musicalidad, salpicado de un lirismo certero, muy medido, como a navajazos. El pulso narrativo de Chirbes es personal porque es valiente, porque se conoce y se mide y no impide que le salga la raza. Alguien lo comparó alguna vez con un trago de whisky, y no pudo estar más acertado.
Es esta nouvelle una cruel ironía, una de las muchas que como ases bajo la manga guarda el mundo, y es que, Manuel, que ha ido tras el paraíso, encuentra un viejo brazo de casas próximas a Fez en que las gentes han perdido el valor y el ánimo, así como le ocurría al mismo Extranjero de Camus. Las estaciones marcan el tiempo de una narración en la que a cada línea triunfa el tono, que en pocas ocasiones lo hace una trama ambigua y deshilachada que el lector habrá de recomponer, si es que su curiosidad se lo exige.

Carmen Martín Gaite, que fue la mujer en quien Rafael confió la lectura primera de su manuscrito, quedó fascinada con el texto y se lo hizo saber al propio autor. Lo llamó, aún con esa última frase de los millones de estrellas en la boca del estómago y le confesó: “Nos preguntamos muchas veces para qué escribimos. Tu libro es de esos que nos dan una respuesta: escribimos para salir limpios del fondo de lo peor”.
Para entendernos: aquí no es lo que se cuenta, sino cómo se cuenta, la imagen definitiva de una atmósfera en que las salamandras de fuego que calientan las estancias ahuyentan a los perros vagabundos, en que las copas vacían azulejan los suelos y en que la lluvia y el polvo maquillan al viejo cadáver de una aldea que ha perdido el gesto, dominada por la voz del almuédano que a todas las calles llega. De esto se desprende una lección: no hay paraísos, y de nada sirve huir de la realidad. Tiene mucho que ver esa sociedad marroquí con la España de los ochenta en que se escribe esta historia, sobre todo con el contrapunto a esa España en que las luces de transición y los benditos reclamos de la Movida alejaban el foco de atención de los tristes agujeros de pobreza y peligrosidad frutos de la dictadura. 


Rafael Chirbes acabó describiendo el del Mediterráneo como “un mar agonizante que ya no es el corazón de casi nada”, y con esto también apuntaba al delicado fin con que se condenan las doctrinas, las religiones o los estilos de vida al ser tratados políticamente. Como intelectual siempre combativo con el discurso oficial, hecho con recortes de idearios desvencijados y mentiras, Chirbes siempre advirtió de la necesidad de encontrar nuestras raíces, laicas y libres.
De la marejada de esta nouvelle se sale con salitre en la boca y el dolor de varios miembros entumecidos, pero también con la certeza de lo mucho que hay que evitar, del valor de rescatarse y la conciencia de que, en palabras de Charpent, el mundo, il finit par donner à chacun plus de ce qu´il mérite.