lunes, 18 de julio de 2016


Orquídeas blancas para un muchacho moreno

Cuando el crítico de arte René Ricard reseñó la exposición que Patti Smith y Robert Mapplethorpe hicieron en los setenta con la inspirada reunión de su obra en la galería de arte de Robert Miller, ubicada en la esquina de la calle 57 y la Quinta Avenida, tituló su artículo «Diario de una amistad». La cuidada edición de Lumen de las memorias de Smith, Éramos unos niños, carta de amor a los jóvenes que se supieron artistas, al Nueva York desaparecido de la Factoría Warhol y tributo y oda a un hombre, Robert –con quien compartió importantes épocas, un hermano–, se desvela como un libro emocionante, de prosa ágil e incisiva, honesta, en que se vierte el carácter vitalista y transgresor de la gran cantautora americana, indispensable, dueña y señora de un credo tan poderoso como el de pocos, una apología de la rebeldía en la más leal tradición de Arthur Rimbaud, de la que el mundo moderno debiera beber a placer y capricho, en beneficio propio. Éramos unos niños es una carta de amor, un diario de amistad, y como lectores quedamos prendados del fuerte, insaciable anhelo de libertad de dos extraños albatros que, encarando la América sureña más descastada, quebrantada en su ceguera pertinaz, encumbraron las corrientes del arte de la segunda mitad del siglo XX, de la palabra al collage, de la fotografía al dibujo, de la moda a la música. Hay quien busca el talento, y luego quienes nacen de un ancho barril de ingenio provistos y dinamitan los prejuicios y las tradiciones, óxido ignorante, enjambre violento y descontrolado que sigue marcando al mundo


Patti Smith nos devuelve la idea fértil de la cultura como campo de disidencia, de experimentación. En torno al sentido retrato que hace de Robert Mapplethorpe, el muchacho que amaba a Miguel Ángel, se levantan, como en un móvil alucinado, las transformaciones del dolor ante el milagro de la muerte, la canción de una juventud, las exploraciones del límite de la obra de arte, la fuerza moral que reportan los años, el poder electrizante del rock and roll, el espejo de las sexualidades con sed de merecida realidad y el homenaje póstumo a todas aquellas estrellas que jamás alcanzaron la gloria, pues, ley cruel, no todos los talentos son reconocidos. 

Las canciones de Smith y las fotografías de Mapplethorpe –hay pocos fotógrafos que puedan igualarle en fuerza, belleza y sentimiento en la historia desafortunada del pasado siglo, en poesía y agallas, desde sus retratos y trabajos de flores a sus desnudos; en Mapplethorpe la obscenidad, parafraseando a Cocteau, nunca fue obscena– comparten muchos rasgos, muchas afinidades, pero una de ellas es capital: la declaración existencial de comprometerse con los actos propios, el premio de la libertad llevada al escenario de la vida y puesta en juego, seducida, enroscada al alma, ceñida sin miedo y, por último, una clara llamada a la rebelión –en Gloria, dice Santa Smith: Jesus died for somebody's sins but not mine/ Jesús murió por los pecados de alguien pero no por los míos.–. Era el espíritu de Hendrix, que había germinado. Hendrix, ese héroe que en «Hey Joe» encarnaba a un fugitivo que decía: «me siento libre». Smith, Mapplethorpe, Janis Joplin, no fueron sino sus herederos. 


Tiempo antes de Éramos unos niños publicó Smith un librito para minorías, El mar de coral, por su fuerte abstracción, una enfebrecida suite de recuerdos, todos cegados por la luz cambiante y modificadora de los sueños, en que narra el paso indemne de la belleza a la muerte, la transición del alma de su amigo desde el mar de coral a ser vapor, niebla. Prosas poéticas que siguen la escuela de Baudelaire para adentrarse en el éxtasis del dolor, del recuerdo doloroso. 

La búsqueda de un espacio de expansión para el talento y el espíritu, la búsqueda de su ritmo personal, las raíces de la voz, esa fue la determinación que les llevó a despedirse de los confines del mundo y probar suerte en Nueva York. ¡Nuevas generaciones! ¡Levantaos! ¡El mundo es vuestro! –que dirá Smith años más tarde en sus conciertos, por todo el mundo.

Robert. Patti. La fraternidad de la bohème. Nada más les es necesario. Rechazan a buena fe los sentimientos de comunidad, tan dañinos. Solos se bastan. Su vida, una lección interminable. 
Poetisa, gran talento, Smith destaca por su ironía, por la elegancia de su estilo, su inteligencia en la percepción, su vitalidad arrolladora, su valor: la cara de la negación, la bendigo –dice uno de sus poemas.

Todos tenemos una voz, y la responsabilidad de ejercitarla, de usarla –añade en el fantástico documental Patti Smith, dream of life, un trabajo filmado durante 12 años en la vida del icono del rock y el feminismo. Es en este documental de Steven Sebring donde la poetisa muestra a cámara parte de los restos que conserva de Robert, guardados en una pequeña urna antigua. Cobra un sentido mayor su pensamiento: La vida es una aventura que nosotros creamos, interceptada por el destino, y por una serie de accidentes afortunados y desafortunados.

Solo de nosotros depende nuestro legado.

Sus padres espirituales, Sylvia Plath y William Blake, Walt Whitman, Genet, Bob Dylan. Su talento, proyectado a infinito. 

Robert. Patti. Una devoción a dos. 

Su obras. Lección de tanto. El sagrado misterio de lo que es ser artista, descubrirse pensando cómo hacer algo de valor, regañarse por la inactividad y la falta de disciplina, el empeño en evitar ceñirse a las normas sociales, el retrato de los autores marginales, su esfuerzo. 


domingo, 17 de julio de 2016


De cómo permanecer en el misterio.

Un cuadro. Un enigma. Inagotable. Una máquina llamada a encender la imaginación eternamente. El Bosco. 
El bosco, el jardín de los sueños es el documental dirigido por José Luis Lopez-Linares en colaboración con el Museo del Prado, la historia de un tríptico acompañada de las reflexiones de intelectuales como Nélida Piñón, Salman Rushdie, Albert Boadella, Miquel Barceló, Ludovico Einaudi o Silvia Pérez Cruz. La pluralidad de significaciones no ensombrece una primera lección que percibimos de la obra: no confíes en la apariencia de las cosas, ve más allá. El artista chino Cai Guo Quiang la describe como «una obra en la que el espacio surge desde el interior del tiempo. Por eso El Jardín representa la historia de la humanidad». ¿Es la tabla dedicada al infierno una parodia del mismo, con ese autorretrato del pintor en el hombre–árbol y la partitura sobre las nalgas de uno de los personajes plagada de intervalos de música prohibidos? Y en el centro, la delicia, un universo de sueño y placer en que la gente come frutos rojos; la libertad sexual. Aún no se hacen maldades. 
Brillante y arriesgado el recorrido por el detalle del lienzo al son de «Gods and Monsters», de Lana del Rey, así como las correlaciones de las imágenes de los desnudos del cuadro y los movimientos de liberación en los setenta. Pintura y fotografía. Varios siglos. Y de pronto, nace un diálogo. 

De nuevo, un enigma. Un imposible. Nélida Piñón lo dice bien: para explicar esto, este tríptico, tenemos que inventar palabras. 





lunes, 13 de junio de 2016


BUENAS NOCHES, PRÍNCIPE


Tomaz Pandur era un genio, un creador radical, que como Visconti, creía salvarse por medio de la belleza. Vivió una guerra civil, la guerra de los Balcanes, y sabía que el amor era un teatro lleno. De todos los países de Europa, escogió dos, el natal, Eslovenia, y España, para desarrollar su caudal de talento, infinito. Gracias a él, el teatro español ha logrado alcanzar múltiples cimas, como solo consiguen hacer los revolucionarios, aquellos que entienden el arte como una caída perpetua, el valor de esos grandes momentos de belleza y dolor, efímeros, que solo la escena puede regalar. Amo el teatro gracias a Pandur y a su montaje de Medea, donde un centauro recorría la arena y entonces las palabras, en su recuerdo luminoso, subían por las columnas del romano hasta alcanzar el cielo de verano. Si el altar es ese sitio en que nos arrodillamos, entonces su altar, nuestro altar, es el escenario. Las imágenes prodigiosas que gestó siguen, como en un cauce poderoso, permeando los corazones y la memoria. Instante, detente, eres tan bello. Su homenaje de hoy, en el María Guerrero, dos meses después de su muerte, tan temprana, no ha sido sino una muestra del mucho amor que despertó. Cuando la más rabiosa actualidad nos quiebra en su crónica de ignorancia y atropello, desigualdad, homofobia e injusticia, el teatro  recupera entonces su razón de ser: una ceremonia profana que acerca al hombre a su  verdad íntima, que lo educa, que lo reconcilia consigo mismo, que lo purga del horror. Porque alcanzan la libertad, como la vida, quienes la conquistan cada día. Hasta siempre, Tomaz. 

FUASTO
INFIERNO

LA CAÍDA DE LOS DIOSES
BARROCO

HAMLET
MEDEA

lunes, 6 de junio de 2016


REINA JUANA 

La reina Juana de Castilla, mal llamada loca, habiendo padecido el abuso por parte de su padre Fernando el Católico y su marido, Felipe de Habsburgo, dos perros enfurecidos sedientos de poder y de gloria, aparece en escena en el cuerpo, el rostro y la voz de doña Concha Velasco como un fantasma al que solo pueden calmar ya la lluvia y la música: la lluvia que empapa los rostros blancos inocentes, de una prudencia feliz, la música como bálsamo de todas las desgracias. 
Porque es nefasto que los reinos no puedan gobernarse con amor, y esto pocas veces se hace. ¿Sería un dislate rogarles a nuestros políticos, oportunistas a placer, mastines de raza, que contemplasen entre sus programas de desgobierno el trabajar con amor? Qué lastima que no tengamos un Trudeau como bien tiene Canadá, porque al menos así, con alguien de su temple, de su probada palabra, podríamos replegar lo ordinario, los reductos en cristal puro de esa España que tan poco gustaba a Gloria Fuertes, la de toma el dinero y corre, la del maniqueísmo de cajón, la que ora y embiste. Pero volvamos a Juana.
El monólogo, como en un pozo de luz oscura, va llamando a escena a los personajes de una vida; goza de un gran arranque en el buceo psicológico y gasta luego ciertas desigualdades, mantenidas en los pasajes de naturaleza más narrativa, más didáctica. Por lo demás, extraordinario trabajo de luces sobre las maderas oscuras, añosas, cuerpo de esa torre interior que todos llevamos como un secreto, camarín de angustias, dolor y sueños viejos.

El esfuerzo interpretativo supone una cumbre en la carrera de la popularísima actriz, que, fuertemente comprometida, luce la voz altiva de quien sabe llevar un espectáculo sobre las espaldas, la herencia entera de una carrera de gran cómica, salpicada de sacrificio, talento, ganas y riesgo. Juana de Castilla, que no Juana la loca, alentada por tantas actrices, se hace carne y gesto, camino pues de una memoria justa, porque la verdad no está en la foto oficial de la historia, sino en sus espacios de sombra, en la profundidad de campo.



jueves, 2 de junio de 2016

AMORES COMO RUINAS


Dos mujeres que se recluían para escribir, para amar, exiliadas de sí, de los compañeros de viaje, irremediablemente perdidos. Dos mujeres con dolor, con fuerza. Emily Dickinson. Teresa de Ávila. Dos mujeres a quienes, como a los personajes de Jheronimus Bosch, un arpa hecha arma de tortura parece tensarles sin remedio el alma, el cuerpo. 

La escena es un limbo. La muerte ha agotado el tiempo, y las dos poetas comparten espacio. Esperan. Aguardan la llegada de un dios que se demora. Y no aparece. Tal vez no exista. Como dice Emily, ¿será dios solo la certeza, la idea en sí, de que los hechos de este mundo no nos son suficientes? La luz es fría. La de Ahumada pregunta cuánto tiempo llevan allí, cuánto tiempo muriendo sin morir. Silencio. Se escucha un aleteo. Es el aleteo de un pájaro. Un gorrión. Quizá dios esté ahí. O en ninguna parte. O en nosotros. O, como se dijera alguna vez, ya haya muerto.
Bien medidas, las transiciones son precisas y con una fuerza alegórica para el recuerdo. Poemas hechos voz. El dispositivo escénico, con dos grandes cómicas –Silvia Abascal e Irene Escolar– y los cuerpos en movimiento de Olga Pericet, Paloma Díaz y Diego Garrido consigue algo extremadamente complicado: mostrarse fiel al peculiar espíritu de las dos poetas al tiempo que conquista un puente entre ambas. 


El punto de carne del flamenco, con el taconeo seco, imprime a la evocación de la poesía en calidad de lectores y oyentes las simetrías y resonancias propias de la modularidad de la mente cuando, en su vertiente más emocional, recibe los dardos a imágenes del poema.

Emily lo dice claro:

No hay potro de tortura que me haga sufrir. 
Mi alma, en libertad.

Ocupan una habitación propia.
Y en ese espacio luminoso, encontrado por la directora, Carlota Ferrer, creemos, como Emily, haber perdido de vista nuestro mundo particular de potros de tortura.


¡Vengo, amore! 


Las normas impuestas, las jaulas que nos crea la sociedad, el miedo, la cárcel del corazón… son algunos de los nudos temáticos de una obra que Tennessee Williams escribió estando locamente enamorado de un italiano, en Barcelona, junto al mar.

T. Williams nos cuenta la historia de una mujer que ha perdido a su marido y decide encerrarse a guardarle luto para siempre. Producto de una educación tradicional está convencida de que eso es lo que hay que hacer. Ella vive según las normas impuestas sin ser consciente de que justamente esa es la causa de su sufrimiento.
Además, Serafina es inmigrante y consigue el respeto de sus vecinos con un comportamiento “intachable”. Pero poco a poco descubre la hipocresía de su vida y, sin proponérselo, afloran sus deseos no reconocidos.
Tiene que elegir entre el sexo y la muerte, entre la vida y el ostracismo. Y elige vivir, no puede dejar pasar su vida como si tuviera otra, porque no la tiene.


Una mujer que entra en barrena por el dolor y la pérdida, que decide abrirse a las señales de la vida. Una obra en que revisar la masculinidad con un personaje hecho del ridículo inocente, la ternura, de las almas bondadosas. Temperamentos a los que la vida se les queda pequeña, como al autor que los concibió. La liberación personal a través del sexo. Un personaje que cree bálsamo para su pena la compañía sola de sus maniquíes desnudos, mudos, porque ha perdido la fe en las gentes, maldicientes e impostoras. Eso es La rosa tatuada, en una gran traducción de Vicente Molina Foix.

En la escena final llueven en el escenario pétalos de rosas, y Aitana, Serafina, baja de escena para recorrer el pasillo central del patio de butacas, corriendo, gritando «¡Vengo, amore! ¡Vengo, amore!, y abandona el teatro. ¿Cuántos personajes han abandonado con toda su voz y su torrente de vida a cuestas, en lo más alto, el espacio del María Guerrero? El de Serafina Delle Rose entra a formar parte del panteón. 




domingo, 29 de mayo de 2016

PINTORES COMO ISLAS

Isabel Quintanilla, Jardín, 1966.

El museo Thyssen de Madrid ha acogido durante unas semanas la exposición Realistas en lo que se antojaba como cita ineludible, tardía, con uno de los grandes grupos pictóricos, escultóricos, de nuestra cultura en libertad. 

Julio López, una estética de la expresión; Isabel Quintanilla, el talento inigualable, el poder del color; Antonio López, heredero de una tradición, el más mediático de los seis, por accidente hijo de la fama y por convicción artista ineludible del recuerdo; María Moreno, pintora de luz; Amalia Avia, o el restallido de las maderas calientes y Francisco López, el de la sensibilidad de los rostros en resina, rotundos, plenos. 
En definitiva, el placer de mirar. 



El naturalismo de Velázquez, los hallazgos estéticos de Cézanne, la perspectiva iluminada en Vermeer, la fuerza física de los grupos escultóricos en su historia inabarcable, la influencia de las pinturas latinas en su cromatismo descarnado…, todos los triunfos del arte parecen esenciados en su producción, lentamente sacada a la luz, como en un provechoso trabajo de alquimia. Un grupo de arte nacido a la luz de la amistad y del primer amor, la camaradería como camino en pos del pensamiento tranquilo.

El lenguaje de la pintura del grupo Realistas de Madrid se muestra dignificado por esa extraña, difícil búsqueda de la espera, la paciencia en el oficio, que la valía y la buena sabiduría confieren. 

La proximidad de las cosas, los juegos de espacios, son algunos de los lugares de hallazgo en su investigación y escrutinio del mundo real, cuya representación más acertada, considera Antonio López, es bajo el magisterio de la línea curva; síntesis del esfuerzo de tantos años entre pinceles. 

Ambientes pausados, fríos, rescatan en su soledad el valor de las pequeñas cosas. Una exposición para la emoción, la memoria. 

Antonio López, Lavabo y espejo, 1967.

lunes, 18 de abril de 2016


SIN MIRAS AL PARAÍSO

Juan Goytisolo decía: "la Celestina, la primera obra en occidente en la que no hay Dios”, y con esta reflexión nos advertía a todos de la enorme, humana, bendita desobediencia de Fernando de Rojas, judío converso, que sometía a juicio –literario, personal– a la sociedad de su tiempo, exaltada por una obsesiva limpieza de sangre, la crueldad, el celo, la desconfianza y el dinero.
En aquella España el cuerpo social era criminal, luciferino, incauto, movido por una insaciable pretensión de poder. Pensándolo detenidamente, puede que ahora ese cuerpo social sea parecido.
La tragedia, mas que la maldad de algunos de los personajes, sus intereses personales, la desencadena la incomunicación, provocada por el absolutismo confesional y el oscurantismo, la codicia, y por supuesto el deseo sexual –una fuente incomprendida de gozo expoliada por las enseñanzas católicas, violentas, voraces–, y por cuya apología todos perecen. La tragicomedia lo muestra contundentemente: todos son intercambios mercantiles en el mundo, personajes que callejean en pos de su egoísmo.
Rojas, recuerda Gómez, vio morir a su padre en la hoguera a los 15 años. Eso no se olvida.


Jose Luis Gómez dice su texto para que el público piense, no ya concentrado en una dicción clara, sino en la vuelta de sonido de los pensamientos al ocupar las cabezas de sus personajes. El vaivén del verbo, esa isla lejana tan difícil de conquistar, conoce un querido náufrago, que es el cómico y director de La Abadía. Gómez trasciende la identidad de género, y nos ofrece una alcahueta redonda, de verbo corrosivo e ingenio ácido, temerosa por sabia, agria por interesada, zalamera por abandonada, “sagaz en cuantas maldades hay”. Su interpretación hace historia.
No hablaremos aquí en demasía del montaje y decisiones de dirección –escenas de amor un tanto (conscientemente) ridiculizadas, muerte de la puta barbuda que mueve a la risa (cuando su desaparición debiera dejar helado al auditorio), o una excesiva concentración del espacio escénico en las tramas que se desarrollan en la casa de la enmiendavirgos. La escenografía, inspirada en los grabados de Piranesi –Le carceri d´invenzioni–, discutible por sonora y aparatosa; y para la adaptación, solo elogios, sometida como está a patrones rítmicos. Es el fruto de un trabajo sentido. No se puede decir más. Es necesario aprender a portar el lenguaje, y en esto Jose Luis Gómez es un maestro. 
Podrán considerar esta una lectura poco benévola, pero lo mejor e indispensable de la obra es el trabajo del académico de la lengua, certero, comprometido, riguroso, honesto y esmerado. La Celestina de Gómez, hombre de teatro por derecho, hace plena justicia a la inmortalizada por Rojas. En las haldas de sus faldas mucho interés, un clavel al moño y elocuencia malintencionada. Es un ser de aquel tiempo, venido para recordarnos que seguimos igual. Tenaz Gómez. Tenaz Rojas. “Un alegato contra el eclipse de Dios”, revelaba el cómico hace tan solo unos días. Cuánta razón en ello…

De todas las escenas de banquetes de la literatura, inolvidable esta del compadreo de Celestina, Pármeno, Sempronio, Areúsa y Elicia. Entretanto, 250000 españoles judíos eran perseguidos y expulsados, y el autor, lanzándose al albero, dándoles voz a las prostitutas, muestra una radiografía punzante, despiadada, veraz, de ese calvario de perseguidos y ajusticiados, sin miras al paraíso. 


domingo, 17 de abril de 2016


Y la mujer modeló al hombre.

Julieta no es solo la vigésima película de un director poderoso, también su drama más seco, más depurado, más en consonancia con ese rigor formal que exigen los tres relatos de Alice Munro que adapta y versiona. Julieta es también el rescate de una actriz descomunal a la que ya tardaban en darle más papeles protagonistas: Emma Suárez, y la prueba de muchos talentos en estado de gracia: Adriana Ugarte, Inma Cuesta, Michelle Jenner, Daniel Grao, Dario Grandinetti, Pilar Castro, Susi Sánchez, Nathalie Poza, Joaquín Notario o Rossy de Palma. 
Se reconoce a Almodóvar en el ritmo de la trama, en la paleta de colores, de una intensidad conmovedora, pero no en la extravagancia, ni en el barroquismo o en la gracia desprejuiciada. En Julieta hay mucho dolor, tanto como el que había en Volver, en La piel que habito, en Todo sobre mi madre…, pero lo que sucede es que en este caso ese fuerte cauce de dolor que recorre a la protagonista no está atemperado por el melodrama, o por la noción incluyente de un cuento perverso –como era el caso de la Vera de Elena Anaya–, sino que la desolación, desnuda, inunda la cámara como cuando el rostro de Suárez tiembla entero y no se permite llorar. En definitiva: rostros como máscaras.
Almodóvar ha otorgado a los objetos, a los espacios, una entidad maestra en el relato: el tren, las redes de pesca, los libros, la montaña aparentemente inofensiva en que se destila el veneno del fanatismo, el Atlántico, Madrid…
Junto al de Julieta, el personaje más difícil es el de Daniel Grao, porque no es un hombre, es el hombre, el símbolo de un Ulises constreñido por sus ansias de libertad, honesto y duro como la tierra, que se aferra al sexo frente a la pérdida, la inercia, los embates del viento.
No hay desnivel en las dos intérpretes. Ambas son una, y a menudo lo expresan todo desde el silencio.


El primer fotograma de Julieta es el de un corazón que bombea.La cámara se aleja y entonces esa tela de seda saturada de rojo se convierte en la parte de la bata que cubre el vientre de la protagonista. Minutos después, una mujer esculpe esculturas, macizas, fuertes, con la forma de un hombre. Se trocó el cuento. El manchego no solo conoce con autoridad el universo sensible, dándoles a las mujeres –y a algunos personajes masculinos– el alma toda de sus guiones, sino que su cine, desde hace tiempo, no deja de celebrar a la mujer y en ocasiones, la encumbra. Es la mujer quien modela al hombre porque es más fuerte, y se presta mucho más compasiva al sacrificio. Como en la escena del ciervo que los personajes atisban desde el tren, el ciervo moribundo, o pleno de vida, que se acerca demasiado a los raíles porque responde al olor del sexo, o del dolor, así las madres de esta historia. Abandono, soledad, miedo, son algunos de los resortes de una trama que camina rumbo a la paz de las angustias que el tiempo redime, al son, siempre al son, de una amiga, Chavela Vargas: si no te vas, te voy a dar mi vida. Si no te vas, vas a saber quién soy. Vas a tener lo que muy pocas gentes, algo muy tuyo, mucho, mucho amor. Si tu te vas, se va a acabar mi mundo, el mundo donde solo existes tú. No te vayas, no quiero que te vayas, porque si tú te vas, en ese mismo instante, muero yo.


lunes, 28 de marzo de 2016

MILENA, VENCIDA, Y QUE AVERGÜENZA AL VENCEDOR. 



Milena Jesenská le debe el recuerdo de su vida a la obra de un autor capital, el maestro de la parábola pura que decía W. H. Auden, Franz Kafka. De no ser por la estela alargada de la fama y el talento de un autor de ficciones de su talla, la de Milena sería una semblanza más en el curso ancho de las voces perdidas. Silencio y destrucción. Suma y sigue. La ley del mundo.
Milena superó la ciega autoridad de un padre que la tiranizaba, el internamiento en un manicomio en que la recluyó tras no permitir su relación con Ernst Pollak, con el que finalmente se casaría y junto al que viviría una gastada rutina de engaños que acabarían estancando el más fino rescoldo de un amor que era fuerte, como ella. Tras la temprana muerte de su madre, Milena, siquiera una adolescente, se ratificó como dueña de su cuerpo y de su historia lanzándose a la bohemia y al placer en una Viena post-imperial poco acostumbrada entonces a tales transgresiones. De brazos en brazos, como en un cortejo de delicia pintado por el Bosco, Milena Jesenska ensayó su estrenada libertad. Se la conoció poco después como una de las grandes periodistas, de raza y sentido compromiso social, y como una intelectual, traductora de muchas de las grandes obras de Franz al checo, gran transportista de maletas, escritora, maestra –del mismísimo Hermann Broch siendo este un infante–, limpiadora, cocinera, confidente y demás trabajos para enfrentar o colorear la vida. Ejemplo de solidaridad y réplica justa a la barbarie, Milena, no siendo judía, resuelve caminar por las calles con una estrella amarilla prendida del abrigo, y acaba sus días encerrada en el campo de concentración de Ravensbrück, en que se ganará justa fama debido a su conducta animosa, valiente y compasiva, facilitando los estragos de sus compañeros, y en que habrá de sufrir el rencor de los guardias y de otros muchos internos –que padecían su mismo destino– confinados y partidarios radicales del estalinismo que no olvidaban las duras críticas de Jesenská a los horrores acaecidos en Rusia, en que, bajo el engaño de la utopía pacientemente edulcorada, se habían perpetrado las mismas atrocidades que entonces en suelo checo. Pese a todo, Milena no decaía, y el esfuerzo por la alegría, y si no ya por la alegría, por la esperanza, la supervivencia, seguía copando sus fuerzas. 
Resolvamos su historia: una heroína moderna. 
Nos viene a la memoria la muy kafkiana frase: “toda revolución se evapora y deja atrás solo el limo de una nueva burocracia”. 
Era un tiempo borracho de dolor, de una crueldad rayana en lo patológico, de ahí que encontrase en la morfina un suave remanso, una adicción que, como el narcótico, anulaba la sensibilidad, para que la sensibilidad no se desquiciara. 
El que alimentó por Kafka fue un amor que vivía entre cartas. De ninguna otra manera podía. El autor de la Metamorfosis, atormentado de miedos y fantasmas, la sombra de un sentimiento de angustia que le anegaba aún desde el horizonte de una infancia inacabable, posible víctima de un trastorno esquizoide de la personalidad, inhabilitado para la vida, no podía prometerle nada. Un destino cruel y doloroso, como sus libros. De haber contado la Psicología en su tiempo, tiempo también del prejuicio y el desconocimiento, como merecía y cuenta hoy, con los atributos de ciencia, profesión y disciplina académica, tal vez Kafka, como muchos otros, hubiese podido ahorrar padecimientos de carácter nervioso que, no hay duda, agravaron su ya aguda tuberculosis pulmonar. 



En la nota necrológica de la joven Milena –que contaba con 24 años– sobre Kafka, diría: “veía el mundo lleno de demonios invisibles que destrozan y exterminan al hombre desprotegido. (…) Todos sus libros describen el horror de una misteriosa incomprensión, de una culpa inmerecida entre los hombres. Era un artista y un hombre de tan delicada conciencia que oía también allí donde otros, sordos, se creían a salvo”.
Consciente del temor que despertaba la perspectiva de una relación asentada con el escritor, acaudillada por el ascetismo riguroso, los tormentos del alma, Milena, que tenía la certeza de poder ayudarlo, sanarlo quizá, mejorar su condición, hacerlo vivir aunque tenuemente, decide no condenarse a sí misma, seguir el dictado de su propia dignidad, marcar un camino que no sería el de acompañante o consorte, sino uno propio, espinado, mas propio, y aquí estriba su grandeza. 
No fue egoísmo, sino la necesidad de hacer valer una autonomía puesta tantas veces en duda, una felicidad que no llegaba, como los trenes que se pierden entre la niebla de las montañas y que caen por pendientes de rocas y falsos caminos. 

Ya en los estertores de su fuerza, que había sido justa, que había sido grande, imaginamos a la señora Jesenská entre las alambradas de la muerte, y de pronto, con el golpe del viento sudeste, cómo le resuenan sorprendidas las palabras que le había escrito años atrás a Max Brod, albacea del autor de El proceso: “todo heroísmo es mentira y cobardía”. 

Con la sonrisa que rápido se desdibuja, la ironía de quien sabe ha aprendido algo imborrable, Milena cierra los ojos.  

lunes, 21 de marzo de 2016

A LA SOMBRA DEL HORROR

Mustang es un film turco de denuncia social, la de la explotación de la mujer, constreñida por los imperativos religiosos de un orden patriarcal del horror y el silencio, pero, a diferencia de otros títulos, el acierto de Mustang está en saber contar su historia en un marcado tono de liviandad, de falsa comedia, con una fotografía de colores fuertes y luminosos, que esconde, como los cuentos de terror de los Grimm o algunos otros de Perrault, un corazón negro, la carga ponzoñosa de muchos dolores. La familia de las cinco hermanas, ciega a su propia crueldad, una crueldad inalcanzable, dominadora a decir basta, impulsa argumentalmente una trama ágil en que la cámara, libre, entumecida a veces, desvela en sus últimos minutos, como a través del reflejo de los cristales del bus, la imagen primera de Estambul como una promesa, la esperanza. Pero si Mustang se ha revelado como una historia para el recuerdo es sin duda por la sintonía y lucidez de sus cinco jóvenes interpretes, con la más pequeña a la cabeza. Deniz Gamze Ergüven compone una fábula moderna, de inevitables resonancias con Las vírgenes suicidas, primer largo de la también realizadora Sofia Coppola.

Las cinco intérpretes de Mustang.
De El hijo de Saúl se debe decir poco. Es una aventura en imágenes tremulantes ahormada que solo la pantalla debería contar, de un realismo devastador, y pasado Oscar al mejor trabajo en habla no inglesa. El discurso de los nietos de quienes participaron o sufrieron el horror. László Nemes retrata a Saúl, un prisionero judío húngaro en el campo de concentración de Auschwitz encargado de quemar los cadáveres de los prisioneros gaseados nada más llegar al campo y que encuentra cierta supervivencia moral tratando de salvar de los hornos crematorios el cuerpo de un niño que toma como su hijo. Tal vez, una de las mayores experiencias del horror que ha dado el séptimo arte, de fotografía empolvada y oscura, caliente como las habitaciones atestadas. Es un trabajo con el que sufrir, recordar, reflexionar. Se sale del cine con el cuerpo baldado, los ojos abiertos, el corazón vacío. Una visita al infierno.

Géza Röhrig en El hijo de Saúl.

DE LA MANO DE FEDERICO

El buen talento y honestidad para entender a un poeta. Lluis Pasqual brinda un recorrido por la memoria de sus montajes e intuiciones en una obra de respiración corta, pero tan intensa como un puñado de versos. Es transmisión de un conocimiento irremplazable. Le debemos a Lluis, entre otros, la buena salud del teatro en nuestros días.

Opúsculo sincero, surgido para iluminar –qué difícil, después de tantas páginas escritas sobre él– la trayectoria vital y artística del poeta asesinado. 
Aquí la perspectiva no es académica, sino personal, y es la fascinación por la obra de Federico un camino para ofrecer una semblanza, un autorretrato íntimo de director, el del gran director de escena recordado por El Público, Haciendo Lorca o La casa de Bernarda Alba, y cuyo último trabajo fue el magistral Rey Lear representado en el Lliure, teatro fundado por él en el 76; también se ocupó de la dirección del Centro Dramático Nacional, del Arriaga, del Odéon de Paris y de la Bienal de Teatro de Venecia.

Pasqual conoce a Lorca, es un amigo que le quiere bien, y nos regala sus anécdotas –como la fascinante de la Sardá cuando explica a la Poncia–, demostrando que sin el trabajo riguroso y sentido, a flor de piel, en sus montajes, la obra del dramaturgo, traducida a la escena, hubiese sido diferente, y que con su compromiso se volvió rica y fiel, natural, cargada de significaciones, como si el mismo granadino la hubiese puesto en pie, como montajes más de una barraca sin tiempo que siguiera cruzando los caminos. 


sábado, 12 de marzo de 2016

DESDICHADO EL PAÍS QUE NECESITA HÉROES 


El Galileo de Bertolt Brecht lo expresa claro: “tengo fe en los hombres, lo que quiere decir que tengo fe en su razón”. ¿Qué mensaje oculto se esconde en la vida de un pensador obligado a abjurar ante la Inquisición de sus ideas? Eso es lo que intenta desvelarnos esta obra.
Que la verdad es hija del tiempo, no de la autoridad, y que la ignorancia, por su parte, es infinita. 
Ramon Fontseré encarna al filósofo, físico y matemático en el montaje que dirige Ernesto Caballero y en el que brillan Tamar Novas y Borja Luna. Música de Hans Eisler contrastada con la del cabaret alemán de los 30 en un escenario circular para advertirnos del peligro que entraña dar las cosas por hecho. 
Galileo, un humanista que consigue difundir los Discorsi cuando su tiempo no daba alas al progreso social, acosado por las academias viejas y los buitres de la Iglesia. Einstein ya dijo: “resulta más fácil desintegrar un átomo que un prejuicio”. 

La pericia verbal de Brecht es mucha, y secunda la del físico alemán de origen judío en su anterior pensamiento: “desdichado el país que necesita héroes”.

Vida de Galileo, hasta el 20 de marzo en el Teatro Valle Inclán.



domingo, 28 de febrero de 2016


No se la van a dar, pero si alguien merece la estatuilla es ella. Charlotte Rampling. La mirada más enigmática, ganadora del premio a la mejor actriz europea del año por "45 years" y Oso de Plata en la Berlinale. Desde "Portero de noche" (1974) y "La caída de los dioses" (1969) a "Stardust Memories" (1980) o "Bajo la arena" (2000), ha sido la intérprete iconoclasta y transgresora que recibe su primera nominación después de cinco décadas haciendo películas. Si los Oscar siguieran siendo homenaje y reconocimiento y no negocio y espectáculo, entonces podríamos sorprendernos. La Rampling no les necesita; tiene a sus espaldas la memoria viva de su talento y compromiso, y cuando anuncien a la ganadora, la más francesa de las británicas responderá con la sonrisa más elegante, porque sabe que al mundo nunca le enseñaron a ser justo.





domingo, 24 de enero de 2016

UNA SOMBRA EN MARCHA


El primer fotograma del Macbeth de Justin Kurzel es el del cuerpo sin vida de un niño de unos tres o cuatro años en sus exequias. Se intuye que Lady Macbeth es su madre, aquí interpretada con el alma y con el rostro incomparable de Marion Cotillard, que humaniza como nunca nadie antes había hecho a un personaje que ha sido epítome de la ambición asesina, la falta de compasión, la locura sin paliativos y el arrepentimiento. Kurzel consigue lo inimaginable, contar algo nuevo, ofrecer territorios de reflexión inexplorados: el recurso del joven bautizado en la guerra por Macbeth –irrepetible Fassbender– ya luego como heraldo de muerte, dueño de un afecto rico, ambiguo, por parte del futuro rey; la conversión del castillo de los asesinos en un poblado arcaico, con una fuerte simbología escocesa o el brillante planteamiento de la escena del monólogo aquel del acto V: “La vida no es más que una sombra en marcha; un mal actor que se pavonea y se agita una hora en el escenario y después no vuelve a saberse de él: es un cuento contado por un idiota, lleno de ruido y de furia, que nada significa”, cuando Macbeth sostiene el cuerpo sin vida de su mujer, apretándolo contra sí, en la penumbra de una sala que proyecta sobre los personajes las ruinas de su propia decadencia moral. Las brujas o súcubos han perdido en el metraje la malignidad, y se presentan como deudoras de un pathos ineludible para los Macbeth. Una versión para la historia, decididamente oscura en su fotografía, elocuente, que presenta al personaje encarnado por Fassbender a través del prisma del estrés postraumático, el de un hombre azuzado por la pérdida que regresa de la guerra, y de nuevo, la pérdida como resorte emocional en Shakespeare, la pérdida de un hijo, del amor, de la cordura. Es la bondad, como señaló W.H. Auden, la que origina su sufrimiento.