lunes, 18 de abril de 2016


SIN MIRAS AL PARAÍSO

Juan Goytisolo decía: "la Celestina, la primera obra en occidente en la que no hay Dios”, y con esta reflexión nos advertía a todos de la enorme, humana, bendita desobediencia de Fernando de Rojas, judío converso, que sometía a juicio –literario, personal– a la sociedad de su tiempo, exaltada por una obsesiva limpieza de sangre, la crueldad, el celo, la desconfianza y el dinero.
En aquella España el cuerpo social era criminal, luciferino, incauto, movido por una insaciable pretensión de poder. Pensándolo detenidamente, puede que ahora ese cuerpo social sea parecido.
La tragedia, mas que la maldad de algunos de los personajes, sus intereses personales, la desencadena la incomunicación, provocada por el absolutismo confesional y el oscurantismo, la codicia, y por supuesto el deseo sexual –una fuente incomprendida de gozo expoliada por las enseñanzas católicas, violentas, voraces–, y por cuya apología todos perecen. La tragicomedia lo muestra contundentemente: todos son intercambios mercantiles en el mundo, personajes que callejean en pos de su egoísmo.
Rojas, recuerda Gómez, vio morir a su padre en la hoguera a los 15 años. Eso no se olvida.


Jose Luis Gómez dice su texto para que el público piense, no ya concentrado en una dicción clara, sino en la vuelta de sonido de los pensamientos al ocupar las cabezas de sus personajes. El vaivén del verbo, esa isla lejana tan difícil de conquistar, conoce un querido náufrago, que es el cómico y director de La Abadía. Gómez trasciende la identidad de género, y nos ofrece una alcahueta redonda, de verbo corrosivo e ingenio ácido, temerosa por sabia, agria por interesada, zalamera por abandonada, “sagaz en cuantas maldades hay”. Su interpretación hace historia.
No hablaremos aquí en demasía del montaje y decisiones de dirección –escenas de amor un tanto (conscientemente) ridiculizadas, muerte de la puta barbuda que mueve a la risa (cuando su desaparición debiera dejar helado al auditorio), o una excesiva concentración del espacio escénico en las tramas que se desarrollan en la casa de la enmiendavirgos. La escenografía, inspirada en los grabados de Piranesi –Le carceri d´invenzioni–, discutible por sonora y aparatosa; y para la adaptación, solo elogios, sometida como está a patrones rítmicos. Es el fruto de un trabajo sentido. No se puede decir más. Es necesario aprender a portar el lenguaje, y en esto Jose Luis Gómez es un maestro. 
Podrán considerar esta una lectura poco benévola, pero lo mejor e indispensable de la obra es el trabajo del académico de la lengua, certero, comprometido, riguroso, honesto y esmerado. La Celestina de Gómez, hombre de teatro por derecho, hace plena justicia a la inmortalizada por Rojas. En las haldas de sus faldas mucho interés, un clavel al moño y elocuencia malintencionada. Es un ser de aquel tiempo, venido para recordarnos que seguimos igual. Tenaz Gómez. Tenaz Rojas. “Un alegato contra el eclipse de Dios”, revelaba el cómico hace tan solo unos días. Cuánta razón en ello…

De todas las escenas de banquetes de la literatura, inolvidable esta del compadreo de Celestina, Pármeno, Sempronio, Areúsa y Elicia. Entretanto, 250000 españoles judíos eran perseguidos y expulsados, y el autor, lanzándose al albero, dándoles voz a las prostitutas, muestra una radiografía punzante, despiadada, veraz, de ese calvario de perseguidos y ajusticiados, sin miras al paraíso. 


domingo, 17 de abril de 2016


Y la mujer modeló al hombre.

Julieta no es solo la vigésima película de un director poderoso, también su drama más seco, más depurado, más en consonancia con ese rigor formal que exigen los tres relatos de Alice Munro que adapta y versiona. Julieta es también el rescate de una actriz descomunal a la que ya tardaban en darle más papeles protagonistas: Emma Suárez, y la prueba de muchos talentos en estado de gracia: Adriana Ugarte, Inma Cuesta, Michelle Jenner, Daniel Grao, Dario Grandinetti, Pilar Castro, Susi Sánchez, Nathalie Poza, Joaquín Notario o Rossy de Palma. 
Se reconoce a Almodóvar en el ritmo de la trama, en la paleta de colores, de una intensidad conmovedora, pero no en la extravagancia, ni en el barroquismo o en la gracia desprejuiciada. En Julieta hay mucho dolor, tanto como el que había en Volver, en La piel que habito, en Todo sobre mi madre…, pero lo que sucede es que en este caso ese fuerte cauce de dolor que recorre a la protagonista no está atemperado por el melodrama, o por la noción incluyente de un cuento perverso –como era el caso de la Vera de Elena Anaya–, sino que la desolación, desnuda, inunda la cámara como cuando el rostro de Suárez tiembla entero y no se permite llorar. En definitiva: rostros como máscaras.
Almodóvar ha otorgado a los objetos, a los espacios, una entidad maestra en el relato: el tren, las redes de pesca, los libros, la montaña aparentemente inofensiva en que se destila el veneno del fanatismo, el Atlántico, Madrid…
Junto al de Julieta, el personaje más difícil es el de Daniel Grao, porque no es un hombre, es el hombre, el símbolo de un Ulises constreñido por sus ansias de libertad, honesto y duro como la tierra, que se aferra al sexo frente a la pérdida, la inercia, los embates del viento.
No hay desnivel en las dos intérpretes. Ambas son una, y a menudo lo expresan todo desde el silencio.


El primer fotograma de Julieta es el de un corazón que bombea.La cámara se aleja y entonces esa tela de seda saturada de rojo se convierte en la parte de la bata que cubre el vientre de la protagonista. Minutos después, una mujer esculpe esculturas, macizas, fuertes, con la forma de un hombre. Se trocó el cuento. El manchego no solo conoce con autoridad el universo sensible, dándoles a las mujeres –y a algunos personajes masculinos– el alma toda de sus guiones, sino que su cine, desde hace tiempo, no deja de celebrar a la mujer y en ocasiones, la encumbra. Es la mujer quien modela al hombre porque es más fuerte, y se presta mucho más compasiva al sacrificio. Como en la escena del ciervo que los personajes atisban desde el tren, el ciervo moribundo, o pleno de vida, que se acerca demasiado a los raíles porque responde al olor del sexo, o del dolor, así las madres de esta historia. Abandono, soledad, miedo, son algunos de los resortes de una trama que camina rumbo a la paz de las angustias que el tiempo redime, al son, siempre al son, de una amiga, Chavela Vargas: si no te vas, te voy a dar mi vida. Si no te vas, vas a saber quién soy. Vas a tener lo que muy pocas gentes, algo muy tuyo, mucho, mucho amor. Si tu te vas, se va a acabar mi mundo, el mundo donde solo existes tú. No te vayas, no quiero que te vayas, porque si tú te vas, en ese mismo instante, muero yo.