jueves, 2 de junio de 2016

AMORES COMO RUINAS


Dos mujeres que se recluían para escribir, para amar, exiliadas de sí, de los compañeros de viaje, irremediablemente perdidos. Dos mujeres con dolor, con fuerza. Emily Dickinson. Teresa de Ávila. Dos mujeres a quienes, como a los personajes de Jheronimus Bosch, un arpa hecha arma de tortura parece tensarles sin remedio el alma, el cuerpo. 

La escena es un limbo. La muerte ha agotado el tiempo, y las dos poetas comparten espacio. Esperan. Aguardan la llegada de un dios que se demora. Y no aparece. Tal vez no exista. Como dice Emily, ¿será dios solo la certeza, la idea en sí, de que los hechos de este mundo no nos son suficientes? La luz es fría. La de Ahumada pregunta cuánto tiempo llevan allí, cuánto tiempo muriendo sin morir. Silencio. Se escucha un aleteo. Es el aleteo de un pájaro. Un gorrión. Quizá dios esté ahí. O en ninguna parte. O en nosotros. O, como se dijera alguna vez, ya haya muerto.
Bien medidas, las transiciones son precisas y con una fuerza alegórica para el recuerdo. Poemas hechos voz. El dispositivo escénico, con dos grandes cómicas –Silvia Abascal e Irene Escolar– y los cuerpos en movimiento de Olga Pericet, Paloma Díaz y Diego Garrido consigue algo extremadamente complicado: mostrarse fiel al peculiar espíritu de las dos poetas al tiempo que conquista un puente entre ambas. 


El punto de carne del flamenco, con el taconeo seco, imprime a la evocación de la poesía en calidad de lectores y oyentes las simetrías y resonancias propias de la modularidad de la mente cuando, en su vertiente más emocional, recibe los dardos a imágenes del poema.

Emily lo dice claro:

No hay potro de tortura que me haga sufrir. 
Mi alma, en libertad.

Ocupan una habitación propia.
Y en ese espacio luminoso, encontrado por la directora, Carlota Ferrer, creemos, como Emily, haber perdido de vista nuestro mundo particular de potros de tortura.

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