lunes, 18 de julio de 2016


Orquídeas blancas para un muchacho moreno

Cuando el crítico de arte René Ricard reseñó la exposición que Patti Smith y Robert Mapplethorpe hicieron en los setenta con la inspirada reunión de su obra en la galería de arte de Robert Miller, ubicada en la esquina de la calle 57 y la Quinta Avenida, tituló su artículo «Diario de una amistad». La cuidada edición de Lumen de las memorias de Smith, Éramos unos niños, carta de amor a los jóvenes que se supieron artistas, al Nueva York desaparecido de la Factoría Warhol y tributo y oda a un hombre, Robert –con quien compartió importantes épocas, un hermano–, se desvela como un libro emocionante, de prosa ágil e incisiva, honesta, en que se vierte el carácter vitalista y transgresor de la gran cantautora americana, indispensable, dueña y señora de un credo tan poderoso como el de pocos, una apología de la rebeldía en la más leal tradición de Arthur Rimbaud, de la que el mundo moderno debiera beber a placer y capricho, en beneficio propio. Éramos unos niños es una carta de amor, un diario de amistad, y como lectores quedamos prendados del fuerte, insaciable anhelo de libertad de dos extraños albatros que, encarando la América sureña más descastada, quebrantada en su ceguera pertinaz, encumbraron las corrientes del arte de la segunda mitad del siglo XX, de la palabra al collage, de la fotografía al dibujo, de la moda a la música. Hay quien busca el talento, y luego quienes nacen de un ancho barril de ingenio provistos y dinamitan los prejuicios y las tradiciones, óxido ignorante, enjambre violento y descontrolado que sigue marcando al mundo


Patti Smith nos devuelve la idea fértil de la cultura como campo de disidencia, de experimentación. En torno al sentido retrato que hace de Robert Mapplethorpe, el muchacho que amaba a Miguel Ángel, se levantan, como en un móvil alucinado, las transformaciones del dolor ante el milagro de la muerte, la canción de una juventud, las exploraciones del límite de la obra de arte, la fuerza moral que reportan los años, el poder electrizante del rock and roll, el espejo de las sexualidades con sed de merecida realidad y el homenaje póstumo a todas aquellas estrellas que jamás alcanzaron la gloria, pues, ley cruel, no todos los talentos son reconocidos. 

Las canciones de Smith y las fotografías de Mapplethorpe –hay pocos fotógrafos que puedan igualarle en fuerza, belleza y sentimiento en la historia desafortunada del pasado siglo, en poesía y agallas, desde sus retratos y trabajos de flores a sus desnudos; en Mapplethorpe la obscenidad, parafraseando a Cocteau, nunca fue obscena– comparten muchos rasgos, muchas afinidades, pero una de ellas es capital: la declaración existencial de comprometerse con los actos propios, el premio de la libertad llevada al escenario de la vida y puesta en juego, seducida, enroscada al alma, ceñida sin miedo y, por último, una clara llamada a la rebelión –en Gloria, dice Santa Smith: Jesus died for somebody's sins but not mine/ Jesús murió por los pecados de alguien pero no por los míos.–. Era el espíritu de Hendrix, que había germinado. Hendrix, ese héroe que en «Hey Joe» encarnaba a un fugitivo que decía: «me siento libre». Smith, Mapplethorpe, Janis Joplin, no fueron sino sus herederos. 


Tiempo antes de Éramos unos niños publicó Smith un librito para minorías, El mar de coral, por su fuerte abstracción, una enfebrecida suite de recuerdos, todos cegados por la luz cambiante y modificadora de los sueños, en que narra el paso indemne de la belleza a la muerte, la transición del alma de su amigo desde el mar de coral a ser vapor, niebla. Prosas poéticas que siguen la escuela de Baudelaire para adentrarse en el éxtasis del dolor, del recuerdo doloroso. 

La búsqueda de un espacio de expansión para el talento y el espíritu, la búsqueda de su ritmo personal, las raíces de la voz, esa fue la determinación que les llevó a despedirse de los confines del mundo y probar suerte en Nueva York. ¡Nuevas generaciones! ¡Levantaos! ¡El mundo es vuestro! –que dirá Smith años más tarde en sus conciertos, por todo el mundo.

Robert. Patti. La fraternidad de la bohème. Nada más les es necesario. Rechazan a buena fe los sentimientos de comunidad, tan dañinos. Solos se bastan. Su vida, una lección interminable. 
Poetisa, gran talento, Smith destaca por su ironía, por la elegancia de su estilo, su inteligencia en la percepción, su vitalidad arrolladora, su valor: la cara de la negación, la bendigo –dice uno de sus poemas.

Todos tenemos una voz, y la responsabilidad de ejercitarla, de usarla –añade en el fantástico documental Patti Smith, dream of life, un trabajo filmado durante 12 años en la vida del icono del rock y el feminismo. Es en este documental de Steven Sebring donde la poetisa muestra a cámara parte de los restos que conserva de Robert, guardados en una pequeña urna antigua. Cobra un sentido mayor su pensamiento: La vida es una aventura que nosotros creamos, interceptada por el destino, y por una serie de accidentes afortunados y desafortunados.

Solo de nosotros depende nuestro legado.

Sus padres espirituales, Sylvia Plath y William Blake, Walt Whitman, Genet, Bob Dylan. Su talento, proyectado a infinito. 

Robert. Patti. Una devoción a dos. 

Su obras. Lección de tanto. El sagrado misterio de lo que es ser artista, descubrirse pensando cómo hacer algo de valor, regañarse por la inactividad y la falta de disciplina, el empeño en evitar ceñirse a las normas sociales, el retrato de los autores marginales, su esfuerzo. 


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