domingo, 24 de enero de 2016

UNA SOMBRA EN MARCHA


El primer fotograma del Macbeth de Justin Kurzel es el del cuerpo sin vida de un niño de unos tres o cuatro años en sus exequias. Se intuye que Lady Macbeth es su madre, aquí interpretada con el alma y con el rostro incomparable de Marion Cotillard, que humaniza como nunca nadie antes había hecho a un personaje que ha sido epítome de la ambición asesina, la falta de compasión, la locura sin paliativos y el arrepentimiento. Kurzel consigue lo inimaginable, contar algo nuevo, ofrecer territorios de reflexión inexplorados: el recurso del joven bautizado en la guerra por Macbeth –irrepetible Fassbender– ya luego como heraldo de muerte, dueño de un afecto rico, ambiguo, por parte del futuro rey; la conversión del castillo de los asesinos en un poblado arcaico, con una fuerte simbología escocesa o el brillante planteamiento de la escena del monólogo aquel del acto V: “La vida no es más que una sombra en marcha; un mal actor que se pavonea y se agita una hora en el escenario y después no vuelve a saberse de él: es un cuento contado por un idiota, lleno de ruido y de furia, que nada significa”, cuando Macbeth sostiene el cuerpo sin vida de su mujer, apretándolo contra sí, en la penumbra de una sala que proyecta sobre los personajes las ruinas de su propia decadencia moral. Las brujas o súcubos han perdido en el metraje la malignidad, y se presentan como deudoras de un pathos ineludible para los Macbeth. Una versión para la historia, decididamente oscura en su fotografía, elocuente, que presenta al personaje encarnado por Fassbender a través del prisma del estrés postraumático, el de un hombre azuzado por la pérdida que regresa de la guerra, y de nuevo, la pérdida como resorte emocional en Shakespeare, la pérdida de un hijo, del amor, de la cordura. Es la bondad, como señaló W.H. Auden, la que origina su sufrimiento. 


viernes, 15 de enero de 2016


LA CHICA DANESA. PARECE QUE STONEWALL FUE AYER.


Sigue habiendo multitud de tabúes en la sociedad reciente, y parece que, como muchos ya auspiciaron, no será el maquillado progreso social, incluso tecnológico, padrino insigne del desarrollo armamentístico, el que contribuya a erradicarlos. A día del 15 de enero de 2016, casi 47 años después de los Disturbios de Stonewall, ocurridos en el neoyorquino barrio de Greenwich Village y que dieron el pistoletazo de salida a la lucha por la aceptación y la inclusión de las preferencias y aptitudes sexuales, afectivas y de género, hemos conocido que La chica danesa, la esperada nueva película de Tom Hooper, ha sido censurada en multitud de países de Oriente Medio por hacer, y transcribo el dislate, “apología de la depravación”. 
Emiratos Árabes, Omán, Kuwait, Barein, Jordania y Qatar son algunos de los territorios cegados por la transfobia y la censura. Desde los atentados de París a los últimos conflictos armados, el mundo parece seguir los dictámenes más necios del fundamentalismo de corral con el mismo rigor con que lo hacía en sus comienzos. 
En todo caso, cabe considerar que si sustituyeran las abluciones religiosas por las copulativas o el ánimo de las fobias sociales por la educación, la educación laica que anhelaba Montaigne, tal vez, y tal vez solo, ganasen el derecho político a bien llamarse países de este siglo. La modernidad ha debido decepcionar sumamente a los grandes filósofos. De volver a la vida, pedirían la soga.
Tampoco olvidemos que el pasado mes de diciembre un adolescente transexual de la provincia de Barcelona llamado Alan se quitaba la vida a consecuencia del acoso escolar, grave síntoma de una enfermedad de rechazo que no abandona a la sociedad española. La asociación Chrisallys, colectivo que asesora a muchas de las familias, añadió en su comunicado en la web: "No hay palabras para acompañar este dolor ni para expresar la indignación, frustración y vergüenza ante unas administraciones que nunca llegan a tiempo, que van siempre por detrás de las necesidades de la infancia y adolescencia".

La chica danesa cuenta la historia de la primera mujer transexual, Lili Elbe, sometida a la primera operación de cambio de sexo e interpretada aquí por Eddie Redmayne. Lili Elbe se hacía llamar antes de su decisión Einar Wegener, y como su mujer, Gerda Wegener, se dedicaba a la pintura. 


Alicia Vikander demuestra en La chica danesa en su ceñido rol de esposa la convicción interpretativa que ya probó en la cinta sueca Un asunto real; y se antoja heredera del mismo brillo que lucía la mirada de su compatriota, Ingrid Bergman. Tom Hopper, fiel a una estética preciosista, pastel y luminosa, emplea de nuevo el gran angular como recurso decidido a liberar la atmósfera y conceder a los personajes un espacio que es irremediablemente teatral por la riqueza del detalle. Lo de Eddie Redmayne es ya otra cosa; se llama cinegenia. 
No obstante, el problema de la cinta, tal vez una de las películas del año que más merezca la pena ver, es que, lejos de una obra de arte, es un producto, y ese producto parece rastrear con olfato animal el camino del Oscar, símbolo indiscutido de una industria conservadora que imagino tendrá bien decepcionados a muchos de los grandes directores y trabajadores que se han ido, desde Billy Wilder a Anthony Minghella. La lista de nominaciones anunciada ayer parece, entre algunas excepciones, privilegiar los trabajos de masas, de narración pedestre, frente a los films que tienen algo que contar. Que una película tan vergonzosamente normativa como Marte esté incluida, pese al buen trabajo de Damon, y que un director como Todd Heynes haya sido excluido no es sino un acto de deshonestidad intelectual, como si la banalidad, las concesiones al público americano, fueran ya la ley primera de la mal llamada Meca del cine. 
Muchos, entre los cuales me incluyo, dirán que a La chica danesa le falta atrevimiento, transgresión, complejidad, y que le sobra artificio.
Tom Hopper declaraba lo siguiente en la Mostra de Venecia: "Es una película sobre la inclusión, hecha posible por el amor. Del mismo modo que la crisis de los refugiados en Europa tiene que apelar a nuestros corazones, la persecución a la comunidad transgénero a lo largo de décadas también tendría que hacerlo".


Lejos de esto, la película concede numerosos regalos, y uno de ellos son los planos cortos de Vikander y Redmayne, de verdadero prestigio, o la dirección de fotografía y hasta la doliente fragilidad de Eddie, un rostro que parece salido de un lienzo de Modigliani. La chica danesa es un trabajo hermoso, bien hecho, y si tan solo fuera por demostrarle a Oriente Medio su falta de humanidad, habría que acudir al cine a verla. 

El estudio de la identidad en la gran pantalla ha dado grandes películas. Puede sean La piel que habito, de Pedro Almodóvar, Phoenix, de Christian Petzold, y Laurence Anyways de Xavier Dolan los mejores trabajos de la última década. Pero La chica danesa también habla con fuerza del surgimiento y proclamación de una identidad natural, del peso innegable de la verdad y del sostén de titanio del amor frente a la imposibilidad del reconocimiento, el coraje de quienes, no conformándose, apuestan por la búsqueda de sí mismos. La propia Lili Elbe, antes de morir a consecuencia de una de las intervenciones de su proceso de transexualización, dejó escrito, allá por 1931: "Soy Lili, vital, y he probado que he tenido el derecho a vivir durante 14 meses. Puede que 14 meses no sea mucho tiempo, pero a mí me han parecido una vida entera y feliz".


domingo, 3 de enero de 2016


JOBS, Y LO MUCHO QUE PREDIJO

Danny Boyle. Fassbender. Sorkin. Winslet. Jobs. El nuevo retrato del recién bautizado mesías, símbolo icónico de la nueva era de las compañías de información y de la sobre-estimulación de las pantallas en un mundo globalizado, nos muestra las luces y penumbras de un personaje en tres actos sin freno, minutos antes de tres de las más importantes presentaciones ante el mercado electrónico de consumo de masas.

El hardware es el cerebro, el software el alma, y Steve Jobs supo aunarlos arriesgándose y en ocasiones hasta saboreando el fracaso, un paso atrás para así, recobrado el ánimo, saltar más alto, mejor estratega que genio. 
Sus modelos, Bob Dylan, Alan Turing, Pablo Picasso…, el listón lo marcaba alto. 
Uno de los muchos logros del trepidante guión de Sorkin es que no lo idealiza, muestra tanto el ego como el vivo coraje de Jobs, su obsesión casi patológica con la perfección y la calidad de sus productos. Think Different. Un eslogan en que ya despunta el valor que Steve le concedía a todo plan de trabajo que cuestionaba la corriente dominante y a menudo estancada o simpatizante con los caprichos más inmovilistas. Él, a diferencia de las otras compañías y empresas, llevó el diseño, el valor estético, al primer plano de la producción en masa. Crear expectación es tan necesario como volcarse en la mejora de un sistema operativo. En la sociedad de la imagen, de la insoportable levedad del ser, crear expectación es la ley de supervivencia, y Steve Jobs lo comprendió bien.

Prescindir de la gente que no daba la talla era otro de sus cometidos. Desagradable, sí, pero necesario, pues solo la excelencia podía poner en marcha la que hasta ahora ha sido una etapa clave en la historia de la innovación y el avance de los recursos del hombre. Él decía: “hay que ser un patrón de calidad. La calidad excelente es la norma”, y añadía: “los verdaderos artistas se lanzan”. 


Boyle nos ofrece al personaje desde la perspectiva del riesgo, el fracaso y los desajustes familiares para, sutilmente, extraer de la anécdota la esencia. Imaginación, tiranía, trabajo en equipo, innovación, riesgo, sencillez, pasión, simplicidad, ensayo y error; eso era Apple.
Los centros de enseñanza, cuando comenzaron a tener ordenadores, estaban marcando un hito. Por primera vez teníamos en nuestras manos una ventana al mundo, sin límites.

En 1985 Apple ya era una empresa valorada en 2000 millones de dólares y con más de 4300 empleados, y Jobs no cedió a las normas de mercado y a las políticas de empresa, estandarizadas. Marcó su propio ritmo, y eso ya merece el elogio. 
A día de hoy Apple cotiza 538 mil millones de dólares al año.

Apple fue uno de los muchos puntos de partida del mundo tal y como hoy lo conocemos, dominado por la transformación tecnológica, la digitalización, la configuración reticular, la hipertextualidad, la convergencia, la multimedialidad y la interactividad, todo ello vertebrado en el cuerpo de un capitalismo salvaje. El individuo ya se construye de forma muy diferente a hace un par de décadas. La sociabilidad ahora alcanza un estadio mediático, despacializado, con una base muy fuerte en las redes. Cada vez hay más ámbitos de nuestra vida cotidiana que están ligados a la experiencia cibernética y no a la experiencia vital. Cada vez tenemos menos conocimiento de lo cercano. 

Marshall Mcluhan predijo hace muchos años, como también hizo Jobs, que los medios convertirían el mundo en una “aldea global” al unificar un gran sistema político, cultural, económico y social. 

Los medios de información, controlados económica y muy a menudo ideológicamente por las grandes corporaciones y mercados, lejos de avivar la ciudadanía y formar un espíritu crítico, un revulsivo para que así cobre carta de naturaleza su valor social, contribuyen solo, y este es el drama, a la narcotización.

Los efectos de la comunicación de masas, como predijo Jobs, son ahora fuertes, pues conforman nuestras imágenes de la realidad. Los medios construyen la realidad, y hasta la manipulan, contribuyendo de manera masiva en la difusión de prejuicios y en la visión estereotipada de los roles sociales.

Elizabeth Noelle Neumann formuló en los 70 la llamada Teoría de la espiral del silencio, que cifraba su apuesta en la importante fuente de influencia de los medios en el cambio de la opinión pública y de cómo la opinión mayoritaria acababa eclipsando, por acaparadora, las ideas más minoritarias. Las tendencias dominantes, por tanto, hacen que las ideas minoritarias pierdan la voz. El resultado: una simplificación ignorante de la realidad, aculturación, una manipulación perversa. Los medios, en lo psico-social, nos adoctrinan. Interiorizamos la visión de la realidad social presentada por el medio. Y aquí es donde entra Steve Jobs, que vivía las consecuencias de todo esto cuando, ya en 2005, aconsejó en la Universidad de Stanford: “no quedes atrapado en el dogma de vivir con arreglo a los parámetros de lo que los otros piensan. Que el ruido de las opiniones de los demás no acalle tu propia voz interior”. 
Comunicar es mediar. Desechar los parámetros de los demás no es fácil, pero ayuda si, como pensaba Steve, cuentas con la ayuda de esa pequeña ventana al mundo, con esa pequeña herramienta del ingenio que era el Lisa, el Mackintosh, o que luego fue el Mac y hasta el Ipad. 

En definitiva, Michael Fassbender está pletórico en la película de Boyle, y como nos tiene acostumbrados, se transforma. Winslet brilla en calidad de escudera, confidente, ayudante y amiga. Sorkin, por su parte, firma un trabajo sobre la decisividad de la perseverancia, el valor del riesgo, una radiografía de algunos de los acontecimientos que auspiciaron el mundo tal y como hoy lo conocemos. 




OLVIDAMOS LAS COSAS QUE NOS HACEN FELICES. OBSERVAR A LOS PÁJAROS. BACH.


Weekend.
Un viaje personal, el de una mujer que es Charlotte Rampling, porque solo ella, mejor actriz europea del año y oso de plata en la Berlinale, podría darle tanta vida a un fantasma, una creación que se ve elogiada con el empaque de esa mirada gris, fuerte, que tanto ha dicho y a la que tanto le queda por decir en el cine. Si el anterior trabajo de Andrew Haigh, Weekend, no era sino el retrato de los momentos mundanos, los titubeos, la inercia y la duda del amor cuando nace y da los primeros pasos, entonces entre dos jóvenes británicos -Tom Cullen y Chris New- y a lo largo de un fin de semana, 45 años es la historia de la clausura de ese mismo amor, tal vez el de los accesos de duda, la más honda ironía, entre Rampling y el no menos laureado Tom Curtenay. La economía de la trama y de la emoción ayuda en el ritmo pausado, en la profunda humanidad que destilan los planos de una película que es una sutileza. Jessica Kiang lo ha llamado en su artículo del Indiewire “cirugía a corazón abierto”.

WEEKEND
45 AÑOS
Olvidamos las cosas que nos hacen felices. Observar a los pájaros. Bach. Eso piensa el personaje de Rampling en el film. La escena en que suena la canción de The Patters “Smoke get in your eyes” a toda brida, y ella queda inmóvil, el labio tembloroso, duele. No recuerdo ningún otro trabajo en que algo tan complejo sea explicado con tanta sencillez.

45 AÑOS no es sino la coda final, demoledora, que consagra a un director en ciernes, Andrew Haigh, con un pulso narrativo que, como ya vimos en la pequeña joya que es Weekend o en la serie de la HBO Looking, consigue filtrar la cámara por ese hosco agujero que hiciera Anthony Perkins en la pared del baño del motel de Psicosis para, siempre desde el prisma de las relaciones más sinceras, más sencillas, mostrarnos los intrincados recovecos del miedo, el deseo o la decepción. Sus historias, que son narraciones de a pie, epopeyas del día a día, se nos ofrecen como el gran sueño que se crea la mente de un voyeur cuando se vuelve ambiciosa y hasta perversa: la sensación del espectador es la de estar contemplando las escenas todas de los personajes desde un rincón en penumbra, en la misma habitación, la respiración contenida. Mejor no hacer ruido. 
45 años: https://www.youtube.com/watch?v=GiKe3KqLpCA
Weekend: https://www.youtube.com/watch?v=2EFttEiWlVA